Cultura del vino



  Otra noche de guardia, y otra ronda. Cuando hablo de rondas sé que la mayoría de los que leéis este blog sabéis a que me refiero, ya porque sois compañeros, o porque ya lo habéis leído en otras de mis entradas (creo que en 'Cuando el amor llega así, de esta manera...' lo explicaba un poco). Y estáis al tanto de que no hablamos de rondas de cerveza ni chupito. Bueno, pues en este caso eso no es verdad, o es tan sólo una verdad a medias. Me explico.

  Eran cerca de las dos de la madrugada, y el Jefe de Servicios,  un par de compañeros y yo, estábamos a mitad de nuestro recorrido. Una noche más, como todas las noches de guardia. Y una noche más, como todas las noches de invierno en aquella cárcel de la meseta, hacía tanto frío que los grajos se desplazaban a cuatro patas. Y como todas las noches de guardia en invierno en aquel Centro Penitenciario abandonado en el medio de un páramo, habíamos decidido por unanimidad que haríamos la ronda por dentro de las galerías y no por fuera. Porque puede que así no viésemos si había alguna cuerda de sábanas colgando de un barrote aserrado, pero tampoco corríamos el riesgo de resbalar en una capa de hielo y rompernos los dientes. (Por si a alguien le interesa el dato, en todos los años que llevo en este oficio nunca he visto a nadie fugarse descolgándose por la ventana. Pero compañeros que se han roto algo resbalando en el hielo, ya llevo más de los que puedo contar con los dedos. En serio.)

   Así que ahí estábamos los cuatro, caminando despacio por una galería del módulo Cinco, camino de los talleres productivos. A medias aburridos, a medias soñolientos. El Jefe y Jose, uno de los compañeros, comentaban en voz baja el partido de liga que se había retransmitido aquella velada. Claudio, mi otro compañero, y yo, avanzábamos en silencio dos o tres metros detrás de ellos, inmersos en nuestros pensamientos. No puedo saber en qué iría pensando él, pero por un instante mi mente se retrotrajo a mi infancia, a la vieja casa del casco antiguo de la capital de provincias en donde me crie mis primeros años. Recordé la bodega que ocupaba los bajos del edificio del lado opuesto de la calle, la típica bodega con sus portalones con arco de medio punto y sus mohosas barricas de vino tinto. Y por un instante hasta me pareció oler esa mezcla de fermento rancio y de orujo que, en las mañanas de verano, cuando mi madre abría las ventanas para airear la casa, se metía hasta mi habitación y me hacía levantarme con los ojos empañados. Y no por la emoción.

  La voz de Claudio me sacó de mi ensoñación.
  - A ver, ¿a vosotros no os huele a destilería?.- Dijo con un volumen ligeramente superior al de un susurro. Los tres nos paramos en seco. ¿Cómo habrá podido oler mis recuerdos? Pensé en ese momento. Sí, en serio que lo pensé, lo siento. Estaba algo espeso en ese momento, supongo que por el sueño. Porque efectivamente, olía a destilería, y ese olor era el que me había llevado a recordar mi infancia y no al revés.

  Los cuatro formamos un corrillo. Con un breve intercambio de frases, emitidas con el tono de voz más bajo de que fuimos capaces, todos convinimos que, en efecto, apestaba a alcohol fermentado. Y ahora, ¿Qué hacíamos?. Porque, como no tardó en señalar el Jefe, la cosa no era fácil. Había doce celdas en esa galería, seis a cada lado. Si las abríamos todas, podríamos causar problemas. A los internos, como a cualquiera, no les gusta que los despierten de madrugada y les alboroten la habitación. Y algunas de esas personas están ahí porque tiene un muy bajo control de sus impulsos. Abrir celdas  a voleo puede causar incidentes  graves, incluso sentadas o motines. Además, los internos se podrían quejar al Juez de Vigilancia Penitenciaria. Que seguramente pasaría de sus quejas, pero ¿quién sabe a donde pueden llegar?.

  Aunque el principal escollo era que, en cuanto empezásemos a abrir celdas equivocadas, aquel que tuviese el alcohol en su poder podría vaciarlo por el retrete, o tirarlo por la ventana, y nos quedaríamos con un palmo de narices. No, las cosas no se hacen así, los cuatro lo sabíamos de sobra. Hay que acertar con la celda correcta a la primera.
  Medio en broma, Claudio señaló la puerta de la celda cinco, o sea la tercera del lado izquierdo del pasillo.
  - Yo voto por éste-, susurró. En la puerta, pintado con rotulador, se podía leer el nombre de los dos ocupantes de la celda. Un español, Martínez Escudero, y un ruso, Marius Bina. -Bina suena como vino,- añadió. El Jefe miró hacia el techo hasta poner los ojos en blanco, en parte por la aplastante lógica del razonamiento y en parte porque tampoco es que tuviésemos ninguno mejor.
 - Venga, acércate hasta Jefatura y coge la llave de celdas. A ver si se nos ocurre algo.- Claudio desapareció por el fondo de la galería. Mientras, Jose y yo nos habíamos acercado a una especie de 'hall' que se encontraba al otro extremo de la misma, poco más que un ensanchamiento donde el pasillo pasaba de tener dos metros de ancho a casi cuatro. Unas ventanas abiertas a ambos lados de la habitación permitían ver el exterior de la galería y las ventanas de las celdas. En las del lado derecho, la pared continuaba completamente lisa hasta acabar cinco metros más abajo, en el suelo del taller de producción. Pero en el lado izquierdo, el alféizar de las ventanas estaba casi al nivel del tejadillo de unos soportales que servían para cobijarse de la lluvia en el patio de paseos. Frente a la tercera ventana, la de Escudero y Bina, había una bolsa de basura con algo en su interior. Jose y yo la observamos unos instantes, hasta que una ráfaga de viento dibujó el contorno de lo que había en su interior.
   Dos botellas de agua mineral de un litro y medio cada una.

   Jose y yo nos miramos.
 - Bueno, así sin verlas, lo mismo están llenas de agua,- apuntó Jose. Estaba claro que eso no se lo creía ni él.
  - ¿Y por qué las ha metido dentro de una bolsa?, - Le contesté. Jose guardó silencio. Avisamos al jefe mediante gestos, para que se acercase, y le señalamos la bolsa. El jefe sonrió, con un destello malvado en la mirada. Nos indicó que nos situásemos tras él, frente a la puerta de la celda cinco, y apenas habíamos acabado de hacerlo cuando llegó Claudio con la llave, resoplando ligeramente. Miró la celda.
  - Pero... ¿vamos a abrir esta?. Lo del nombre del tipo lo dije de broma...- El Jefe volvió a sonreir.
  - Bueno, cualquier teoría es buena. Dame la llave. Vamos a ver que pasa.-
 
 


 


 

 

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