Cultura del vino II



     En menos, mucho menos tiempo de lo que se tarda en leerlo, el Jefe introdujo la llave en la cerradura de la puerta blindada y descorrió el cerrojo. Siempre lo hacemos así, rápidamente, a pesar de saber de sobra que, si el inquilino de la celda estuviese alerta, ya hace rato que nos habría oído y se habría deshecho de lo que se tuviera que deshacer. Y si no está alerta, que abras más o menos rápido  va a dar igual. Con los años he llegado a la conclusión de que lo hacemos para darle dramatismo a la cosa, un dramatismo del que un trabajo tan monótono como el nuestro está muy necesitado.

    El Jefe abrió la puerta con un violento tirón, en parte por seguir con el efecto dramático, y en parte porque el frío contrae el marco de las puertas y a veces las atasca. La entrada a la celda quedó expedita, y un olor a destilería se extendió por el pasillo, haciéndonos bizquear. Uno podría ahogarse en aquello y, desde luego, después de registrar aquel chabolo, no era recomendable conducir. Bueno, conducir si. Lo que no era recomendable era que te parase la Guardia Civil y te hiciera soplar.

   Encendimos la luz interior con el interruptor instalado en la pared del pasillo. Examinamos el interior de la estancia asomando la cabeza por el marco de la puerta, pero sin entrar. En algunas series o programas de ambiente carcelario he visto a los funcionarios entrar en tropel a reducir a internos. No lo entiendo. Las celdas son pequeñas, y cuando dos internos se ven obligados a compartirlas, las pertenencias de ambos se acumulan en las estanterías y en cualquier pieza de mobiliario a la que los ocupantes hayan podido echar mano. Están a una persona más de parecer el camarote de los hermanos Marx... ¿Para qué entrar cinco? ¿Para reducir por falta de oxígeno a los alborotadores?.
   Así que, como os digo, nos limitamos a observar desde fuera. No más de un par de segundos; Lo suficiente para comprobar que un interno permanecía dormido en la cama inferior de la litera, y que la superior estaba vacía. El tubo de neón del servicio ya estaba encendido cuando entramos, una rendija de la puerta entreabierta del mismo brillaba, delatora.  El Jefe tomó la palabra y yo aproveché para secarme los ojos con un pañuelo de papel. Era la primera vez en mi vida que el alcohol me ponía llorón sin llegar a probar el primer trago. Será la edad.

   - ¡Vamos, salgan de la celda ahora mismo!.- El Jefe alargó el brazo y, con su mano derecha, una mano más grande y con más pelo que muchas caras, zarandeó la litera. El ocupante de la misma se levantó lentamente, sin acabar de salir de su trance. Era el español, Martínez Escudero, y creo que hablo por mí y por mis tres compañeros de aquella noche cuando digo que todos lo sabíamos. Martínez Escudero era un pobre drogadicto en el que la apatía y la torpeza competían desde su nacimiento para arruinarle la vida, con un éxito arrollador. Lo único que le había salvado hasta el momento de contraer el VIH, aparte de su manifiesta falta de capacidad para cualquier tipo de trabajo manual, era su presbicia. No sólo es que fuese demasiado vago o incompetente como para prepararse un chute; es que, sencillamente, iba a ser incapaz de encontrarse una vena, o ni tan siquiera una extremidad. Hacer una destilería con piezas 'de fortuna' como las que se puede uno fabricar en la cárcel estaba fuera de sus capacidades físicas en intelectuales, de eso no teníamos ninguna duda.

  El tiempo se ralentizó unos instantes, o esa es la impresión que daba si te limitabas a observar cómo Martínez Escudero se erguía de su lecho.
  - Se te están  pegando las sábanas.- Apunté, intentando darle un poco de ligereza a la situación. Me arrepentí al instante de hacerlo. El símil era demasiado ajustado a la sucia realidad que teníamos delante. Todos se dieron cuenta, y torcieron el gesto en una mueca de desagrado.
  Finalmente, Martínez salió de la celda y se quedó de pie, apoyado contra la pared del pasillo. Bizqueando un poco porque le molestaba la luz, un poco por la sorpresa. Un mucho porque no veía tres en un burro. Entonces sí, el Jefe se quedó hablando con él, y con un gesto nos indicó que entrásemos. Abrimos del todo la puerta del servicio, una estancia diminuta de 1x3 metros, y a la vez nos encontraos a Marius, el ruso, y el motivo de que no hubiera salido cuando se lo ordenó el Jefe.

  Desde el lavabo, una botella de plástico con la base cortada encauzaba el agua del grifo hacia el forro de plástico de un palo de escoba. La improvisada tubería salvaba la distancia entre el mencionado lavabo y el retrete, en el que se encontraba encajado un cubo de fregar. El tubo estaba tapado por el plástico de una bolsa negra de basura sujeto con una goma a lo largo de todo su perímetro, y era sobre este plástico que caía el agua corriente. El agua formaba un charco cóncavo en el centro y se desbordaba luego, cayendo dentro del servicio y evitando así mojar el suelo. Del interior del cobo salía un cable eléctrico, enchufado a la corriente. Miramos a Marius que, en una esquina del baño, imposibilitado de salir sin desmontar todo el tinglado, se encogió de hombros y nos miró con cara de tristeza.

  Jose cerró el grifo y, en cuanto el agua remanente dejó de correr por el forro del palo del escoba, lo rompió, dejando así el paso libre al interno.
  - Vamos, sal de aquí.- Marius no se lo hizo repetir. Por la presteza con la que abandonó el lugar, y lo encogido que iba, supuse que en su país los funcionarios son más partidarios del lenguaje corporal que de la palabra hablada, en estas situaciones al menos.
  
  Mientras, Claudio se había acercado a la ventana y había cogido del alféizar las dos botellas que habían delatado la operación. En ellas habían un líquido parduzco, moteado por trozos más o menos grandes de frutas. Abrió una, y el olor le hizo girar la cara con un mueca.
  - Ufff... Chicha.- Todos lo suponíamos. - Ese es el primer paso. Se coge la fruta del postre durante varios días. Se machaca, se le añade azúcar, o incluso un poco de pan para que contenga levadura. Y se deja a fermentar, a ser posible en un lugar bien ventilado como el exterior de la ventana. Unos días después, se cuela, y ese líquido, la chicha, se puede beber tal cual si se está muy ansioso (dolor de cabeza garantizado, incluso unos segundos después de consumirlo). O se puede destilar y convertir  en aguardiente. Para ello, tomen nota los cocinillas, se deposita en un cubo, se calienta por medio de un cable conectado a la red (en casa se puede calentar en un infiernillo, pero éste es un instrumento que no está al alcance de los internos). El alcohol destilado tenderá a evaporarse, pero para volver a licuarlo se tapa con un plástico que mantendremos refrigerado con el agua fría del lavabo, discurriendo libremente. El aguardiente se condensa bajo el plástico frío, y sólo queda recoger las gotitas. Esto lo haremos mediante un 'tupper' o cualquier otro recipiente que tengamos flotando en la 'chicha' del cubo. Fácil.
   Jose desenchufó el cable, que nunca se sabe lo que puede pasar con éstas cosas, y arrancó el plástico negro que tapaba el cubo. No hubo que acercar la cara para olerlo: Chicha en el fondo, y un líquido cristalino como el agua más pura en un pequeño recipiente de plástico sujeto en el medio del mismo. De manual. Entre ambos cogimos todo el montaje, y lo sacamos al exterior.

   El Jefe le echó una rápida ojeada. Miró a los internos, que ahora estaban de espaldas a la pared, uno al lado del otro. Martínez seguí bizqueando, como un pez fuera del agua, que es lo que había sido toda su vida. Y Marius impasible, como el delincuente profesional que era.
  - ¿De quien es todo esto?- Preguntó. Hay que hacerlo, porque si ninguno confiesa, el parte y la sanción son para los dos.
  - Mío, Jefe.- se apresuró a decir Martínez. El Jefe lo fulminó con la mirada.
   -¿Te he preguntado algo a ti?.-  Martínez guardó silencio y bajó los ojos. Hizo amago de levantar un dedo para añadir que, realmente, la pregunta no iba para ninguno de los dos en concreto, o más bien era para ambos. Pero el Jefe levantó el dedo más rápido y más alto que él. Ninguno necesitó volver a abrir la boca. El Jefe se giró hacia Marius, que sonreía divertido, y miraba al suelo. Era evidente hasta para el más novato que había comprado a su compañero de celda para que se confesase culpable en caso de llegar a esta situación. Pero no le había funcionado, y lo estaba encajando con deportividad como el buen profesional que era.

  - Mañana, después del desayuno, vas a firmar un parte declarándote responsable de todo esto, ¿entendido?- Le espetó el Jefe, sin dejar margen para la negociación. Marius asintió en silencio, sin dejar de sonreír.

   En ese momento Claudio, que se había quedado rezagado en el interior de la celda, salió de la misma portando un segundo cubo de fregar con tres botellas de agua mineral en su interior, de un litro y medio cada una. A Marius se le heló la sonrisa en la cara.
 - He visto esto, y me ha parecido raro que tuvieran tres botellas de agua en remojo.- Era cierto, y a todos se nos había pasado. El cubo estaba lleno de agua hasta la mitad. Además, estaba tibia, lo que no tenía mucho sentido en aquella noche de invierno, cuando ya hacía horas que se había apagado la calefacción del módulo. El Jefe abrió una de las botellas.

  -Aguardiente.- Dijo, mirando fijamente a Marius, que ya no sonreía ni siquiera un poquito. Supongo que pensaba que no nos íbamos a dar cuenta de que escondía todo aquel alijo, producto sin duda de varias horas, incluso noches enteras en vela al pie del alambique. Es más, seguro que mucho de ese orujo ya estaba vendido y cobrado, y el perderlo le iba a causar más de un problema en el patio. No es de extrañar que hubiese dejado de verle la gracia al asunto.
 - Venga, los dos para adentro. Mañana seguiremos hablando de esto.- Ambos entraron de nuevo en sus dependencias, y cerramos la puerta con llave. Cargamos todo el material hasta la oficinilla donde normalmente nos reunimos para comer o cenar cuando estamos de servicio. El Jefe se frotaba las manos, exultante.

  - Bueno, ¡no está mal para un viernes a la noche!.- Me confió.
  - No, fijo que no. Muchos he pasado yo con menos bebida y me ha salido más cara.- El Jefe me miró, divertido. - Ahora podríamos ir a la celda de algunos marroquíes, a ver si pillamos costo, y ya tendríamos el fin de semana resuelto.- Añadí.
  - Bueno, pues no sería mala idea. Me la anoto. De momento, haz el favor y vacía todo esto por el retrete.- Me dijo.
 
  - No vaya a ser que los que entren a relevarnos mañana crean cosas que no son.-
  
  

 

   

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