El día del juicio

 Que te citen para acudir a un juicio penal es una mala noticia. Lo es si eres la víctima, lo es también si eres el acusado. Pero que te llamen de testigo tampoco es una bicoca, más aún si por tu trabajo eres  convocado con cierta frecuencia y además no te van a pagar por asistir. Porque no lo hacen, y un juicio, por corto que sea, te hace perder una mañana entera.

Algunos compañeros sostienen la hipótesis de que esto, lo de no pagarte la asistencia a juicios, se hace desde el gobierno para reducir de forma artificial  las cifras de conflictividad en prisiones. La lógica del asunto está en que, si poner una denuncia a un interno me va a suponer perder una o varias mañanas en el juzgado, mañanas que no se me van a remunerar, pues quizá me lo piense muy bien antes de elevar la mencionada denuncia. Por ahorrarme el trabajo de ponerla, si, pero también por no perder MI tiempo.

Y bueno, eso conmigo no va. Personalmente ya sólo el hecho de hacer la denuncia me parece poner sobre mis hombros una de las pocas cargas de trabajo de la que está en mi mano librarme, así que no dudo en evitarlo si tengo ocasión, me paguen el ir a juicio o no. Pero claro, todo tiene sus límites, y mi límite es la comisión de un delito. O que me toquen los cojones. Y en aquella ocasión se habían sobrepasado ambos.

Unos meses antes estaba yo de servicio en el módulo de aislamiento. Había llegado en la conducción de la mañana un interno de otro módulo, un primer grado con un largo historial de agresiones a otros internos, a funcionarios, a su novia en la calle, a su padre cuando adolescente... Decía Elmore Leonard que cuando te encuentras a un gilipollas, te has encontrado a un gilipollas. Pero cuando todos a quienes te encuentras son gilipollas, el gilipollas probablemente eres tú. Bueno, pues este tío se había encontrado con muchos gilipollas en su vida pero no se había dado cuenta de que, en realidad, el gilipollas era él. 

Lo metí en su celda, y no había pasado ni una hora antes de que me demostrase empíricamente que ya conocía la ubicación y el modo de empleo del timbre de la misma. Contesté a su llamada por el interfono, y me dijo que quería pedir un café del economato. Tuvo suerte, porque a esa hora el economato estaba en funcionamiento. Así que acompañé al economatero hasta la galería de celdas. El economatero le hizo entrega del mismo, recogió su tarjeta de pago para cobrárselo posteriormente, y yo aproveché para informarle que el director de aquel centro requería que cada petición de economato por parte de un interno del módulo de aislamiento fuese acompañada de una instancia en la que se especifícase lo que se solicitaba. En parte un poco para llevar un control y evitar reclamaciones, y un mucho por tocar los cojones y crear incomodidad. Se supone que la experiencia del módulo de aislamiento tiene que hacerte desear volver a un módulo normal, y estas son las pequeñas cosas de las que nos valemos para ello. Si, somos como putos críos. 

Esto no se lo expliqué, claro, pero lo de que mañana si quería café me iba a tener que dar una instancia para ello sí, y el hecho de que asintiese al escucharlo me hizo pensar que lo había entendido a la primera. Bueno, pues se ve que no. 

Llegó el día siguiente, pidió café, me acerqué con el economatero, pedí la instancia al interno, me dijo que no la había hecho, y le dije que no había café. La cosa le cogió de sorpresa, ya me diréis cómo se explica eso, y me amenazó con destrozar la celda y... Y no sé qué más, porque cerré la trampilla de la puerta y ahí lo dejé gritando sólo. Pasado un cierto número de ellas, las amenazas se vuelven algo muy repetitivo y aburrido de escuchar, y yo tenía más cafés que entregar. Bueno, por abreviar esto, que destrozó la celda, se hizo cortes en el antebrazo con un cristal roto (se ve que eso era lo que iba detrás del 'y' que le hice dejar a medias), hubo que entrar a por él con el equipo antidisturbios... Un espectáculo. 

Y seis meses después, ahí estaba yo de testigo en un juicio por daños. Hace algunos años, que un interno destrozase una celda se saldaba con una sanción administrativa, algo interno. Unos días de aislamiento en celda, una regresión de grado... Pero la Dirección General decidió que ya estaba bien. Supongo que esto estaba generando unos gastos excesivos para el erario público, y se decidió que todos los daños causados al centro penitenciario se iban a denunciar por lo penal. Se pretendió quizá cobrar indemnizaciones, de una forma bastante inocente porque aquí es insolvente hasta Pablo Escobar, pero el hecho de que el impago de la multa llevase consigo un aumento de la condena de en torno a dos semanas sofocó en gran parte las ansias de derribo de más de uno. Hubo una ocasión, y me estaba acordando de esto mientras esperaba a ser llamado a declarar, en que un juez de una localidad madrileña cercana a un centro penitenciario especialmente conflictivo, después de que un interno plantase fuego a su celda, preguntó a la dirección del mismo cuantos internos había en aquel momento en la galería donde su dieron los hechos y acusó al pirómano de, si no recuerdo mal, cinco homicidios en grado de tentativa. Miré la cara del acusado, muy serio, con la boca fruncida hacia abajo en un rictus que pretendía ser feroz, y sin levantar la vista del suelo, y me pregunté si sería capaz de mantener esa pose si se estuviera enfrentando a una pena combinada de treinta años. No creo.


En esas estaba cuando un ujier llamó al funcionario de instituciones penitenciarias número 9798. Me levanté y me volví a sentar al poco, donde se me indicó. El juez, que no era un novato, me preguntó si me ratificaba en mi declaración reflejada en el parte de hechos que obraba en su poder. Le dije que si. Normalmente aquí acababa la historia, o así había sido en todos los juicios a los que se me había citado hasta entonces. Me llaman a declarar, digo que ya lo puse todo por escrito en su momento, me dicen que me puedo retirar, y me voy. Pero aquel día la abogada del acusado me dijo que me quedase, que me quería hacer unas preguntas. 

Me cogió de sorpresa, y la verdad es que pensé que quizá se me iba a descolgar con que su defendido era una víctima del sistema y que si había destrozado el chabolo fue porque yo le habia provocado, o que si era un torturador... Yo que sé. Pero no, por suerte. Su línea de defensa no era el 'Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así' de Jeanette sino el 'Yo no he sido' de Bart Simpson. Así que simplemente me preguntó si había comprobado las buenas condiciones de la celda antes de encerrarlo en ella. Pinchó en hueso, porque las celdas de aislamiento se comprueban escrupulosamente antes d eser utilizadas, para evitar que haya objetos en ellas susceptibles de ser utilizados como arma. Así que le dije que estaba todo en buen estado, me permitieron marcharme y me volví a sentar entre el público. No pasó nada, la abogada tiene que hacer su trabajo y eso a veces implica intentar sacar de donde no hay,  pero la verdad es que me tocó un poco las narices que para justificar la rabieta de aquel impresentable se pusiese en tela de juicio (mira qué bien traído) mi profesionalidad.

En circunstancias normales, me habría ido a casa. Hasta el momento habría perdido, entre ir al juzgado, ser identificado, y que me llamasen a declarar, unas tres horas de mi tiempo que no me iban a ser reembolsadas... De no ser porque aquel día yo tenía que estar trabajando, y el acudir a juicio me estaba dispensando de ello. Así que, puesto que la empresa me estaba pagando la entrada, pensé que estaría bien quedarme a ver la película, y me dispuse a asistir por primera vez a un juicio completo. 

Después de mí llamaron a un médico de la prisión, que declaró que los cortes que el acusado mostraba el día de autos eran a su modo de ver autoinfligidos, y que no mostraba aparentes signos de maltrato. A ver, había habido forcejeo, pero me hizo gracia el que hubiese que justificar que los cortes se los había causado él mismo. Como si le fuesemos a atacar con un rallador de queso. 


Hasta aquel momento, sinceramente me daba igual el resultado del juicio. Yo habíamos hecho mi trabajo, lo que pasase a partir de aquel momento no dependía de mí, y lo que no depende de mí me deja frío. Supongo que por eso nunca he seguido los deportes. Pero ahora, me había quedado claro que ahí había dos equipos. Que si el acusado se salía con la suya, era evidente que él y su abogada lo iban a celebrar como una victoria, y que esa victoria implicaba que iba a haber unos derrotados. Y entre ellos iba a estar yo. Y eso no me hacía ni puta gracia.

Entonces me fijé en el acusado. Yo estaba empezando a cabrearme con tanta tontería, pero lo de él era algo más. Si ya el hecho de volver a verme la cara le había hecho tensar la postura, oír la declaración del médico había incluso logrado que cambiase el color de su cara a un tono más rojizo. Después de la declaración del médico, el juez hizo referencia a un informe de la administración del centro penitenciario en el que valoraban los daños producidos, y casi pude escuchar crujir los dientes del interno... Pero el juez, que no parecía especialmente atento a su lenguaje corporal,  antes de pronunciar sentencia tuvo a bien preguntar al interno si tenía algo que añadir a lo ya dicho. 


El acusado se puso en pié de golpe. Su abogada dió un respingo de sorpresa. Esto no estaba en el guión. Una vez completamente erguido, levantó lentamente la mirada, hasta ese momento fija en algún punto del parquet del suelo, y clavó sus ojos en los del juez. El magistrado tragó saliva, sin querer, y el reo habló sin dejar casi de apretar la mandíbula.


- Yo sólo le voy a decir una cosa. Como me quiten un sólo euro del peculio para pagar ésto, LE PLANTO FUEGO AL TALEGO ENTERO.- 


El juez se puso casi morado. La abogada roja como un tomate. Y yo me autoinvité a una cerveza a la salida. Habíamos ganado.

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