Maltrato psicológico



    Eran ya casi las doce de la mañana, y el sol pegaba de lleno contra el cristal de la cabina de funcionarios. Por suerte, unos años atrás, un compañero se había hecho con unos rollos de vinilo para tintar cristales.
 En principio era para tunear coches, pero lo del  'tuning' estaba de capa caída, coincidiendo con la crisis del sector de la construcción. Ya no había hordas de Yerais  levantando muros a destajo y dispuestos a gastarse el salario en maquear el A3 para impresionar a la Yenni o la Yurena de turno, y el taller mecánico del polígono industrial cercano al Centro Penitenciario estaba deseando deshacerse de un material al que cada vez le veía menos salida. Así que un compañero, uno al que nunca se lo podremos agradecer bastante, tuvo la iniciativa de comprar todos aquellos metros de vinilo por su cuenta, y convenció al subdirector de seguridad de instalarlos en los cristales de nuestras cabinas.

 Al principio, no lo voy a negar, se veían raras. Desde fuera, es decir, desde el patio, el vinilo reflejaba la realidad en una sicodélica gama de tonos amarillos, verdes y violetas, dando a las cabinas de los módulos una apariencia de concha de escarabajo. Pero impedían ver a los internos el interior de las mismas, de manera que no sabían cuándo el funcionario los estaba vigilando, y ni siquiera si el funcionario estaba o no en la cabina. 'La vigilancia debe ser una mirada que vea sin ser vista', dijo el subdirector de tratamiento en plan frase lapidaria al ver el resultado, y se fue a tomar un café, orgulloso de la perla de sabiduría con la que nos acababa de iluminar. Eso sí, lo de que la frase no es suya, sino de Foucault, se lo calló bien calladito.
Como efecto secundario, y bastante  más útil en opinión de la mayoría de funcionarios, el interior de las cabinas de vigilancia quedó mucho más protegido del sol. Algo muy de agradecer en aquel secarral, donde el riesgo de caer herido en una pelea a cuchillo en el patio era  menor -mucho menor- que el de morir de cáncer de piel cubriendo el trayecto entre Jefatura de Servicios y el patio del 5.

Pero aquella mañana de septiembre, un septiembre atípicamente caluroso,  ni la protección de los vinilos ni la de mis gafas de sol parecía suficiente para mitigar unos rayos de sol que, afilados, se clavaban en mis retinas.

Raúl fumaba de nuevo, resguardado en la penumbra del fondo de la estancia. Pero alguien tenía que vigilar, y estábamos haciendo una especie de turnos para llevar el problema del sol lo mejor posible. Aún así, la cosa se estaba poniendo insoportable, y estaba considerando seriamente la posibilidad de acercarme al cuarto de mantenimiento de la prisión para hacerme con una máscara de soldador con la que poder mirar hacia el patio sin quemarme los ojos, cuando el problema se solucionó solo. Finalmente el movimiento de la tierra había interpuesto la cornisa superior de la cabina de funcionarios entre el sol y yo, y por fin mi visión tuvo un descanso. Cerré los ojos para acostumbrarlos un poco más rápido a la nueva situación y, en cuanto dejé de ver una pelota brillante y azulada moviéndose en el interior de mis párpados, los volví a abrir. Miré al frente, hacia el patio. Miré a mi derecha... Y, joder. Qué susto.

 Pegado a la cristalera de seguridad que formaba la mayor parte de la pared derecha de nuestro cubículo, un interno me miraba fijamente. Su boca, completamente redonda y abierta como para formar la letra O, parecía una ventosa pegada contra el cristal, y le daba un aspecto de barrefondos, de uno de esos peces que la gente tiene en los acuarios para mantenerlos limpios. También podría parecer un mimo, porque tenía las palmas de las manos pegadas al vidrio, y se diría  que en cualquier momento se iba a poner a hacer esas gilipolleces que hacen los mimos, como jugando a que no hay un cristal. Pero ahí sí que  había un cristal. Por suerte, pensé. Y además, los mimos se mueven y están callados. Y este tipo estaba muy quieto y, en cuanto se dio cuenta de que yo lo había visto, empezó a hablar. No se le oía nada a través del cristal de seguridad, y por un instante consideré la opción de hacer como que no había notado su presencia e ignorarlo.
No lo hice, claro. Vuestro amigo Jaime es un profesional, o eso pretende la mayor parte del tiempo. Y una de nuestras obligaciones es atender, en la medida de lo posible, las demandas de los internos. Aguantarles el rollo, dicho de otra manera.

 Así que abrí la puerta de la cabina, y dejé que se colaran al interior la cabeza del interno y una densa vaharada de aire recalentado. Torcí el gesto, molesto por el calor, y al momento me arrepentí de hacerlo. Algunos de nuestros administrados son muy susceptibles, y tienen la mecha muy corta. Si el tipo aquel, al que no conocía de nada, era uno de ellos, y le daba por pensar que había vuelto la cara porque era él el que me desagradaba, la podíamos liar.
  Así que volví la cara hacia él, y lo miré de frente. Por fortuna, no parecía haberle molestado mi actitud. Seguramente no se había dado cuenta, porque lo cierto es que no parecía la clase de persona que está permanentemente alerta, sabéis lo que os digo.

 - Seseseñor funcionario, ¿lelele traigo un café o algo del economato?.- Acertó a decir, tartamudeando.Entonces lo vi. No al interno, que ya llevaba un rato viéndolo. Vi el parecido. De unos cincuenta y pocos años de edad, era bajo y enjuto, no llegaría al metro sesenta. Y su cabeza redonda, con sus ojos redondos y saltones, le daban una aspecto de piruleta. Pero el detalle principal era su pelo, de un tono rubio sucio y ensortijado. Pelopolla, le llaman a eso. Igual que Harpo Marx. Tampoco parecía especialmente dotado para el habla.

 - No, muchas gracias. ¿Necesita usted algo?.- El interno me miró, sorprendido, y abrió aún más los ojos. Si en aquel momento alguien le hubiera soltado un sopapo por detrás, fijo que se le habrían saltado de las cuencas.
- No... ¿Popoporqué lo dice?.- Me encogí de hombros antes de contestar.
- No sé... Está usted ahí pegado a mi cristal, pensé que igual quería alguna cosa.-
- No...- Harpo se quedó mirando al suelo, con la cabeza completamente agachada. Por un momento temí que, en aquella posición, se le fuesen a caer las bolas de los ojos al suelo. No sucedió, claro.

 Él se quedó en silencio.
 Yo me quedé en silencio.
 Pasó un ángel, como se suele decir.
 Carraspeé. El interno levantó la cabeza, mirándome de nuevo con esos ojos redondos. Parecía un cachorrillo asustado.
 - Pues si no quiere nada, lo mismo podría cerrar la puerta. Es que se me escapa el aire.-

 El interno tardó unos segundos - varios- en captar el mensaje en toda su complejidad, que para él no debía ser poca, pero en cuanto lo hizo, actuó con rapidez. Entró a la cabina, y cerró la puerta tras él, quedándose de pie frente a mí. Y ahí se quedó, de pie. Mirándome con sus ojos saltones y su boca en forma de o. Y ahí me quedé yo, con los ojos más abiertos que él, si es que eso era posible.
 Al fondo de la cabina, semioculto entre las sombras, Raúl dejó escapar una risotada. Se estaba divirtiendo, el tío. Hay que joderse.

 - No, mire... Quiero que cierre la puerta por fuera.- El interno me miró (siguió mirándome, porque no me había quitado la vista de encima ni por un momento, y me estaba empezando a poner nervioso), me miró, digo, confuso.
 - ¡Que salga de la cabina ahora mismo!.- El interno dio un respingo, y salió de la cabina lo  más rápido que pudo. No se alejó mucho, sin embargo, y se plantó a un par de metros de la puerta, mirando al interior. Igual que antes, pero al menos ya no estaba pegado al cristal. Era algo.

 Me giré hacia Raúl, que me miró burlón.
-¿Y a éste qué le pasa?. Pregunté. Raúl apagó su cigarrillo en un cenicero improvisado con un vaso de plástico lleno hasta la mitad con agua. Se encogió de hombros.
 - Yo que sé. Ingresó hace un par de semanas, y se pasa todo el tiempo de patio pegado a nuestra cabina. Tiene miedo.- Bueno, si. Eso era evidente.
  - ¿Es un delincuente primario?.- Los delincuentes primarios son aquellos que ingresan por primera vez en su vida en un Centro Penitenciario. Se tiene un cuidado especial con ellos, o eso se intenta. Normalmente se les hace un seguimiento especial, y se les pone un interno de apoyo que les acompaña casi todo el día y que duerme en su misma celda, para evitar esas ideas raras que a veces se tienen en mitad de la noche. Este tipo daba el perfil, desde luego.
  Lo que se me escapaba era el delito. No parecía un atracador, ni un narcotraficante. ¿Estafador?. Borré eso de mi mente. Cualquiera susceptible de ser estafado por una mente criminal como la suya debería estar interno en un frenopático. Pero lo mismo, en determinadas circunstancias, sentía impulsos incontrolables, arrebatos de violencia. Quizá homicidio, violación... Raúl me sacó de dudas, y no tuve ni que preguntar. Estaba deseando soltarlo.

 - ¿A que no sabes por qué está aquí?- Me espetó a bocajarro, y continuó sin dejarme responder.-No lo adivinas en tu puta vida.- Negué con la cabeza, expectante. La verdad es que tenía curiosidad.














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