Tráfico interno III



  Serafín, el funcionario encargado de los ingresos, recibió a Rubirrosa en cuanto éste cruzó la puerta de entrada de la prisión. Siguiendo en procedimiento habitual, le tomó las huellas con el fin de identificarlo, y le solicitó que dejase todos los objetos prohibidos en el interior del Centro (móvil, dinero, joyas, pero también su documentación y sus llaves) en un sobre grande que se encargó de guardar. Después, lo hizo pasar a una habitación reservada, donde lo sometió a un cacheo con desnudo integral que, como era de esperar, no arrojó resultado alguno. Y, por último, lo acompañó hasta la 'culera', situada en el módulo de aislamiento de la prisión. Allí, puso a Rubirrosa bajo la tutela de Alejandro, el funcionario responsable del departamento aquel día, y regresó al departamento de ingresos.

 Para entonces, Vanessa y yo ya nos habíamos puesto manos a la obra con el cacheo.
 Rubirrosa había regresado de permiso con dos bultos. Uno era una pequeña mochila, que entregué a Vanessa, y otro el petate de color verde caqui que Instituciones Penitenciarias entrega a todos los internos a su ingreso en prisión. Vacié el petate encima de la mesa de cacheo, procurando que la ropa del interior no se desparramase demasiado. Porque  cachear un equipaje es una tarea ordenada y metódica, que a veces en las series de la tele sale el típico garrulo uniformado tirando prendas por el aire y eso parece Triqui en la fábrica de Fontaneda.  La realidad no es así. Además, la ropa que tires al suelo la tienes que recoger tú, que una cosa es cachear y otra putear a los internos.

 Bueno, el caso es que me puse frente a mi montoncito de ropa, me enfundé un par de guantes de látex,y le expliqué a Vanessa los truquillos del oficio. Que tampoco son tantos.
Coger la prenda que vayas a cachear con precaución, en un primer momento. Porque nunca sabes si va a haber escondida dentro una jeringuilla, o una cuchilla, y podrías cortarte.
Desdoblar todo con cuidado. Desenrollar calcetines y ropa interior. No dejar ningún bolsillo sin mirar, y para ello, procurar mirarlos siempre en un orden predeterminado.
Extender la ropa encima de una mesa, para poder pasar la mano por costuras y demás con el fin de notar objetos cosidos en su interior, y poca cosa más. Hice yo un par de prendas a modo de muestra, y después le entregué a Vanessa la mochila pequeña para que se encargase de ella, quedándome yo, que tenía más práctica e iba más rápido, con el batiburrillo de ropa que habíamos sacado del petate. Vanessa se situó a mi derecha, frente a una mesa de cacheo un poco más pequeña. Comenzó a abrir la cremallera de la mochila, bajé la vista para seguir con mi tarea, y entonces la oí gritar.

 Me giré a tiempo para ver cómo Vanessa soltaba la mochila, que hasta ese momento había sujetado en su mano izquierda, y cómo, de su mano derecha, caía un objeto negro y cilíndrico. Era del tamaño aproximado de una lata de bebida energética de esas que hacen ahora, más largas y estrechas, y desapareció debajo de un mueble archivador con un extraño rodar vacilante e irregular.

  - ¡PERO QUÉ PUTO ASCO, ME CAGO EN DIOS!.- Vanessa respiraba agitadamente, y las comisuras de sus labios, dobladas hacia abajo en una mueca de un profundo desagrado, casi tocaban la el borde inferior de su mandíbula. No la conocía mucho, pero si atendíamos a la cadenilla de oro con un crucifijo y una medalla de la virgen que colgaba de su cuello, tampoco debía ser la clase de persona que se caga en Dios hasta para pedir la hora.
 Al cabo de un instante, se apoyó con ambas manos en la mesa, y su respiración se fue regularizando. Estaba pálida. Me agaché para mirar bajo el archivador. En la oscuridad de debajo del mueble, entre bolas de pelusa, aquello, fuese lo que fuese, estaba tiritando. Agucé la vista, pero la cosa no se vio más clara. La verdad, no sabía que hacer.
Aún apoyada en la mesa, Vanessa por fin dejó de hacer ruido al respirar, y entonces lo oí. De la parte inferior del archivador salía una especie de ronroneo. Aquello estaba vivo. Faltaba averiguar qué era.

 En un primer momento, antes de oírlo ronronear, pensé en sacar el objeto misterioso de su escondrijo usando en palo de una escoba, pero el hecho de que aquello pudiese ser una especie de animal me llevó a reconsiderar mi plan. No me apetecía tener a una rata, o hurón, o lo que cojones fuera, corriendo asustado por la habitación, porque igual entonces el que se asustaba y se cagaba en Dios iba a ser yo. Y no quería dar esa imagen delante de una práctica, me dije a mi mismo. Aunque en el fondo, lo que no quería era llevarme el susto, las cosas como son.

 Miré a mi alrededor. Colgada de su cargador de pared, había una linterna de seguridad, de acero inoxidable, unos cuarenta centímetros de largo y no menos de dos kilos de peso. Servía tanto para dar luz como de porra, llegado el caso, aunque ese segundo uso era manifiestamente antirreglamentario. Antirreglamentario usarlo contra los internos, pensé. No contra 'eso', sea lo que sea. Así que saqué la linterna de su soporte, me volví a agachar, y conseguí echar algo de luz sobre aquel misterio.

 Por suerte, no era un ser vivo. Agazapado bajo el archivador, se ofreció a mi vista un consolador marrón muy oscuro, 'del color de la Coca-Cola', que cantaría Fito, y tamaño más que mediano. Estaba encendido, y de ahí provenían el retemblor y el zumbido que me habían asustado. Probablemente Vanessa lo había conectado sin querer al meter la mano en la mochila, y la sorpresa, y luego la repulsión, habían hecho el resto.

  Usé la linterna como ayuda para alcanzar el juguete sexual, que salió rodando por el lado izquierdo del mueble. Me puse en pie, dejé la linterna en su sitio, sacudí el polvo del suelo de mi uniforme y, por último, recogí el vibrador del suelo.
  Me giré hacia Vanessa. Su cara habían recuperado el color, pero el rictus de asco seguía exactamente igual. Levanté la mano derecha, en la que sujetaba orgulloso mi presa. Su cara de repugnancia se acentuó más aún , algo que no habría creído que pudiera ser posible.

 - Suelta eso. A saber donde habrá estado-, me dijo.

 - A saber donde NO ha estado-, respondí con un guiño, en un vano intento de quitarle hierro al asunto. Vanessa me fulminó con la mirada, así que decidí dejarlo ahí, tanto lo del humor, como el artefacto. Giré su base en sentido contrario a las agujas del reloj para apagarlo, y lo dejé sobre la mesa de cacheo.
Vanessa me miró, suspicaz. Me di cuenta de por qué. Había desconectado el cacharro sin necesidad de mirar cómo funcionaba, señal de que no era el primero que tenía en las manos. Y antes de que pudiera hacer ningún comentario ingenioso, decidí cambiar de tema.

 - Voy a llamar al Jefe a preguntarle qué hacemos con el chisme éste.- Y, guardando el vibrador en una bolsita de plástico, salí del cuarto de cacheos quitándome los guantes muy dignamente .

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