Sálvese quien pueda.

  La gota que colmó el vaso para Ceferino cayó en forma de una pobre beata que tuvo la desgraciada idea de entrar a la oficina de Jefatura de Centro a preguntarnos si queríamos participar en el acto.
 Ceferino ni preguntó a qué acto se refería, que oigan, nunca se sabe, antes de echarla con cajas destempladas.
   Aquella señora cumplía los tres requisitos: No era funcionaria, no era una interna y, último pero no por ello menos importante, era una mujer. A Ceferino no se le ocurría ni un sólo motivo por el que esa señora debiera estar ahí junto a él y, en vista de que ella no parecía dispuesta a esfumarse, la ecuación sólo tenía una solución posible.
  Así que entre resoplidos dignos de un toro de lidia, y con un ímpetu semejante al de esos animales, me sacó a empujones de Jefatura, salió él a continuación, y cerró por fuera. La pobre mujer había tenido el tiempo justo para apartarse antes de sufrir la singular experiencia de ser atropellada por un Jefe de Centro al borde de la apoplejía.

   -Me voy de aquí. Lejos. A tomar... un café.- No decía una mentira, la cafetería más cercana estaba al menos a un kilómetro de allí. En cuanto le vi desaparecer tras la pesada puerta corredera del rastrillo, se me ocurrió que quizá no habría sido mala idea pedirle que nos dejase las llaves de Jefatura a mano, porque, ¿quién sabe si nos podrían hacer falta?. Pero deseché la idea de inmediato, por poco factible. A Ceferino, hubiera sido más simple arrancarle el escroto a tirones que el llavero.

  A mi derecha, la pobre mujer intentaba explicar al obispo y al Jefe de Servicios que, de alguna manera, acababa de ser atropellada por una mezcla de funcionario del estado y cafetera de vapor. El religioso le prestaba toda su atención, y no me extrañó. Hasta ese momento se había visto obligado a poner a prueba su fé rezando las oraciones de la primera parada del Via Crucis frente a una de las originales obras de Quispe, el pederasta peruano. En ella, unos legionarios romanos con unas falditas bastante más cortas de lo que debería ser reglamentario procedían a capturar con especial cariño a un Jesucristo que, por algún motivo, había estimado oportuno pasearse por el huerto de los olivos semidesnudo. La interrupción de su acompañante había permitido al obispo apartar sus pensamientos, aunque sólo fuera por un momento, de aquella perturbadora escena.
 En cuanto la mujer señaló en mi dirección, el Jefe de Servicios me fulminó con la mirada. Yo no tenía nada que ver en aquella historia, pero vete tú a saber lo que la pobre señora le estaría contando, traumatizada como estaba. Así que me encogí de hombros, le sonreí tímidamente y, caminando lo más rápido que pude sin llegar a echarme a correr, me escabullí hacia mi cocina. De donde, me daba cuenta ya, no debería haber salido.

  En mi oficina, Alfreddo no se perdía detalle de las palabras de Jaime Cantizano. No había llegado yo siquiera a abrir la boca cuando alzó el índice de su mano derecha, para hacerme callar. Parecía que
el tertuliano iba a decir algo importante. Presté atención a sus palabras. No fue así. Alfreddo seguía con el dedo erguido.

 Quizá simplemente quería que me callase, y punto.
 



  

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