Los siete pecados capitales

   Finalmente la curiosidad, esa asesina de gatos, fue más fuerte que la indiferencia, y me impulsó a salir de mi zona de seguridad para intentar enterarme de una vez en qué consistía eso del Via Crucis.
    Dejé a Alfreddo al mando de la nave, con un 'walkie' a mano, y con la responsabilidad de utilizarlo si tenía el más mínimo problema, y salí al 'hall' central de la prisión.
   Me sorprendió encontrarlo vacío, pero esa no era más que una primera impresión. Al acercarme a la oficina de Jefatura de Centro, el punto central de la cruz, pude ver en el ala derecha de la misma a un pequeño grupo de fieles disponiéndose a salir en procesión. No eran muchos, pero en su conjunto eran, sin quererlo, un recordatorio viviente de los pecados capitales.
    Los más evidentes, por supuesto, eran el gordo y goloso obispo y su estirado y soberbio edecán. Había que conocer algo más al resto de procesionarios para percibir que la obsequiosidad del Jefe de Servicios no era más que la manifestación de una envidia enfermiza, envidia que sufría en presencia de toda autoridad que el pobre hombre percibía como superior a la suya.
  Tras las tres principales autoridades de la comitiva se encontraba Mariuszka, una joven y espectacular prostituta de origen polaco. La viva imagen de la lujuria, pensaréis. Y bueno, pues la cosa es que sí. Pero el pecado de Mariuszka no era la lujuria, porque a pesar de su corta edad, Mariuszka ya había volado lo suficiente como para estar por encima de esos sentimientos tan básicos. La lujuria era el de todos los demás presentes en la misma habitación que ella. Mariuszka era más de avaricia, y de hecho cumplía condena por una serie de extorsiones a clientes. La seductora bruja que escondía bajo las bragas la calculadora, que diría Sabina.

 Entré en la oficina de Jefatura de Centro. Pensé que, dotada como estaba de espejos unidireccionales, podría observar tranquilamente el evento sin ser visto a mi vez. Pero no había contado con Ceferino, el Jefe de Centro, que se encontraba de peor humor aún que un par de horas antes, cuando le había logrado arrebatar las llaves de la cocina.
  Si ya en un día normal Ceferino se sentía como el último hombre en pie, el fiel pilar garante de la seguridad del centro penitenciario frente a las hordas de malvados internos deseando fugarse y a los perezosos funcionarios dispuestos a permitírselo por descuido u omisión, ¿Cómo se iba a sentir en estas circunstancias, con un grupo formado a medias por internos y gentes de la calle deambulando libremente por SU 'hall'? ¿Y con el Jefe de Servicios, ese traidor, deshaciéndose en elogios y repartiendo sonrisas a esa manada de advenedizos?.
  Ceferino estaba tenso y rabioso, tenso como sólo puede estarlo un gato rodeado de perros en un callejón, que sabe que no le queda más opción que intentar huir para salvar la vida pero a la vez tan rabioso que de buena gana  entregaría esa vida  si supiera que con ello mataría a la vez a todos sus adversarios.

 Ceferino era la ira. Y con una nimiedad, estalló.

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