Sálvese quien pueda II

  Pocos minutos después, llamaron por teléfono. Alfreddo no disimuló su disgusto por la interrupción.

   Era el Jefe de Servicios, advirtiéndonos de la proximidad de la comitiva y conminándonos a interrumpir las tareas de cocina, como ya nos había indicado un par de horas antes. Me sorprendió lo rápido que habían llegado hasta nuestra puerta, teniendo en cuenta que había al menos cuatro o cinco paradas más que realizar por el camino, todos ellas con sus correspondientes rezos y demás. Pero supuse que, a tenor de la creatividad de las obras que adornaban cada una, y las miradas perdidas de los asistentes a la misma, el obispo había decidido agilizar la ceremonia.

  Sin tiempo que perder, salí de mi oficina e indiqué a los internos que cesasen en sus actividades. No me costó mucho convencerlos, la cosas como son. Y es que si fuesen unos apasionados del trabajo seguramente no habrían recalado en mi 'hotel'.
 Me quedé con ellos, porque lo cierto es que yo estaba ya del programa de Jaime Cantizano hasta el moño, y Alfreddo estaba hasta más o menos el mismo sitio de oírme hacer rimas con el apellido de su presentador favorito. Así que unos minutos después compartíamos conversación y unos pitillos. La cosa iba bien.
   Aquilino contaba, no sé a cuento de que, sus primeras experiencias con las drogas. Su público se partía de risa, a pesar de que, bueno, las historias tenían su chispa pero tampoco eran para tanto.
   Unos días después, atando cabos, caí en la cuenta de que el miércoles anterior al Jueves Santo se reparte toda la medicación hasta el lunes. Los sucesivos recortes de la Administración han llevado la escasez de personal hasta el límite, y en muchos Centros Penitenciarios los fines de semana y festivos sólo se atienden urgencias. Repartir la medicación a diario no es una de ellas, así que el día anterior cada interno había cogido una bolsita con pastillas para cinco días con el compromiso verbal de administrárselas con arreglo a la posología prescrita. Y bueno, ya os lo suponéis. En cuanto bajaron al patio comenzaron el cambalache y el pago de deudas, y el que quería 'roches' había hecho acopio de ellas, el que prefería el Transilium durmió como un niño, y el esquizofrénico de la celda 12 cambió los antipsicóticos por unos paquetes de 'Chester', porque al duende que le dice que queme cosas le gusta más el humo que las pirulas.
  Pero en aquel momento yo no era consciente de todo aquello, y contagiado por el buen rollo, los ojos como platos y las mandíbulas desencajadas del resto del público, yo también me empecé a reír con las desventuras de Aquilino. Hasta llegué a pensar que quizá podría presentarse al Club de la Comedia porque, las cosas como son, Aquilino no lo iba a hacer peor que Carmen Lomana, y tenía un aspecto más saludable y natural que ella.
 
  Fuera, en el 'hall', el estado de ánimo del obispo estaba muy lejos del nuestro. Sentía clavarse en su espalda la mirada penetrante de Quispe, el peruano asesino de niños, y cada vez que, de manera involuntaria, giraba la cabeza, allí se lo encontraba. La mirada de un cazador hacia su presa, pensaba inquieto el religioso. La inquietud, que empezaba a ser miedo, junto al calor húmedo de la isla, le estaban haciendo sudar como un efebo en un baño turco, y el pensar  en su sotana empapada pegándose a su cuerpo no le tranquilizaba lo más mínimo. Es más, las obras pictóricas con las que Quispe había decorada cada estación del Via Crucis no le dejaban dudas de la querencia del pederasta hacia los hombres de edad mediana cubiertos (aunque sólo fuera parcialmente) con lienzos húmedos.
  El obispo sufrió un escalofrío al pensarlo, y no pudo evitar volver a mirar a su espalda. Se encontró con unas diez miradas vacías, y la de Mariuszka, que quizá tenía demasiado contenido.
  Quispe estaba allí también, en primera fila, con la mirada fija en su rabadilla, e interrumpió la oración que recitaba entre dientes para regalarle con una inquietante sonrisa.
 
  'O quizá sólo me ha enseñado los dientes', pensó el obispo, para desechar ese pensamiento inmediatamente y darse cuenta de que, dentro de todo lo malo de que Quispe era capaz, un mordisco no estaba ni entre las cinco peores cosas. 'Señor, dame una excusa para poder salir de aquí cuanto antes'.
  Por suerte para él, Aquilino le dio esa excusa.

 

 

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