Grandes Planes. Segunda Parte.

  Cansado Demás empezó a trabajar en el taller de Ajos. Éste taller era el destino habitual de los novatos, aunque en el caso de Cansado casi podríamos hablar de primerizos, porque no me cabe duda de que era la primera vez que se enfrentaba a un trabajo remunerado (y legal). Las condiciones en este destino eran muy malas, y digo lo de muy malas por no hacer comparaciones escatológicas. Era raro que un interno aguantase en el mismo más de uno o dos meses antes de conseguir una plaza en un taller con tareas más cómodas o mejor pagado.

  Cansado aguantó allí cuatro meses, y si ya la tarea sería penosa de por sí para una persona cualquiera, para alguien con sus antecedentes (y no me refiero a los penales) tuvo que ser un desafío digno de un héroe clásico. Llenar cajas de ajos separando las cabezas mojadas o podridas de las sanas y cortando el tallo sobrante, durante horas y días sin fin, es una tarea como para desesperar a cualquiera. Pero si tienes en cuenta que el sueldo eran doscientas pesetas  por caja, y que con suerte y destreza llenabas una por hora, te das cuenta de que el que aceptaba este trabajo era porque ya estaba desesperado antes de empezar. Cansado no estaba desesperado, porque como buen vago era un tipo que no necesitaba dinero para vivir. Todos pensamos que en el fondo se había apuntado al taller de ajos para estar entretenido, y para conseguir buenos informes de cara a la obtención de permisos y una posible condicional. Lo habitual. Pero lo que no era habitual es renunciar a un destino en el taller de mosaicos, con una tarea más limpia, entretenida, y mucho mejor remunerada. Cansado renunció a ser trasladado al mismo, a los dos meses de darse de alta en lo de los ajos, y aquello debió hacer sonar la alarma entre nosotros. Por supuesto, no lo hizo. Ni siquiera un día en que yo estaba en el acceso del módulo y, cuando pasó de regreso del taller, le pregunté si no se había planteado pasarse a mantenimiento, o a cableado.
- Ni loco. En ajos es donde menos se nota el olor a talego. Casi huele a calle-. Y se marchó riéndose el solo.
 
 Si algo sobraba en el Centro Penitenciario, era espacio. Concebido desde su inicio, hacía casi cien años, como un lugar de redención por el trabajo (si alguien no conoce el significado del emblema de nuestra noble profesión, ahí lo tiene resumido en dos palabras), en el recinto delimitado por los muros y no ocupado por módulos o patios se alzaban más de diez naves de ladrillo visto y estilo neomudéjar. A lo largo de casi un siglo habían servido para un sinnúmero de talleres y empresas, y en todas ellas había recuerdos y marcas de anteriores usos. El taller de ajos ocupaba una que, un poco por estar peor comunicada que las demás,  y con menos opciones de ser modernizada, se había ido convirtiendo en un cajón de sastre de maquinaria y utensilios. Entre ellos, antiguas prensas, aparatos de esos que salen en las fotos de fábricas de la revolución industrial y que no se sabe muy bien para qué son pero que tienen pinta de ser de acero macizo y pesar varias toneladas. Recuerdo a un  gitano al que se le saltaban las lágrimas al ver toda aquella chatarra ahí tirada, pero sus ruegos al Administrador para permitir a su  familia comprarla habían caído en saco roto; Aquello era propiedad de la administración y debía salir a subasta pública. Y así llevaban medio siglo, sin salir a subasta y sin servir para nada, y entre esa maquinaria, botes de veinte kilos llenos de la grasa negra que se utilizaba para lubricarla. Mucha grasa. Muy negra.

  Nosotros no les prestábamos atención, pero a Cansado Demás no le habían pasado inadvertidos.
Un error.













































 

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