Narco XII

  Los siguientes días pasaron rápido. Huérfano ya de toda esperanza, Jaramillo seguía la rutina de los horarios penitenciarios con la vivacidad y el entusiasmo de un zombi. Gerardo, el ordenanza, lo acogió bajo su ala y procuraba encargarle pequeñas tareas para tenerlo entretenido, y poco a poco le fue cogiendo hasta un poco de cariño.
   Jaramillo no era el típico interno de la enfermería, ocupada habitualmente por drogadictos de largo recorrido y enfermos más o menos terminales. Internos que se mantienen con vida gracias a la vigilancia constante de los profesionales de la sanidad penitenciaria y que a menudo mueren a los pocos días de ser puestos en libertad, cuando ya no tienen a alguien pendiente de su medicación veinticuatro horas al día.
 Jaramillo no tenía adicciones. Y aunque una ligera depresión que le hacía arrastrar un poco los pies y ralentizaba su mente  le hacía parecer un poco más tonto de lo que era en realidad, era un tipo trabajador. Al cabo de una semana, la compañía de Gerardo y el tener la mente ocupada le permitieron volver a esbozar un amago de sonrisa. Que su nariz estuviese casi curada y que cualquier cambio de expresión facial ya no le supusiera un calvario también contribuyeron a ello, hay que reconocerlo.

  Pero el que su cara estuviese dejando de parecer una pizza requemada también tenía su parte negativa: Si no estaba enfermo o herido, no tenía sentido que permaneciese por más tiempo en la enfermería. Y a pesar de que Gerardo había cumplido su palabra y le había sugerido a doña Guadalupe, la funcionaria encargada de los destinos, que Jaramillo le ayudase como segundo ordenanza en el departamento, aquello era un proceso que llevaba tiempo. Había que consultar a otros funcionarios, al Educador, y quizá incluso plantear el tema en la Junta de Tratamiento.
En consecuencia, el día que se cumplieron dos semanas exactas de su ingreso en la enfermería, a la hora de comer, a Jaramillo le comunicaron que a la mañana siguiente pasaría a uno de los módulos normales.


 La noticia se la dió don Blas, el funcionario. Fue conciso.

  - Haz el petate, muchacho. Mañana pasas a módulo.- Y salió de la celda de Jaramillo sin despedirse, igual que había entrado sin saludar.
 Don Blas no creía en las fórmulas de cortesía de la misma manera que no creía en los calmantes. Una vez, de joven, un dentista novato le había tenido que pinchar tantas veces en la encía para anestesiarlo antes de una intervención que le había acabado por hacer más daño que si le hubiera hecho la endodoncia a lo vivo. Desde aquel día, don Blas, que de aquellas era Blas a secas, desconfiaba de cualquier tipo de tratamiento paliativo, y opinaba que, tanto en el campo de las relaciones humanas como en el del cuidado de enfermedades, cualquier cosa que no fuese ir al grano de la forma más directa posible era una mariconada o una pérdida de tiempo, y posiblemente ambas cosas. Desde dar los buenos días a tomar ibuprofeno.
Así que, cumplido su deber de informar a Jaramillo, volvió a su oficina a leer el 'ABC'. A ver si conseguía olvidar  la acidez estomacal que, desde hacía un par de días, casi no le dejaba pegar ojo por las noches.

  Gerardo se reunió poco después con Jaramillo en la celda de este último. En la suya tenía compañía no deseada.  Un yonqui que, acosado por las deudas, había amenazado con autolesionarse, lo que conllevaba al pase automático al protocolo de prevención de suicidios y, muy posiblemente, el traslado a otra prisión. A aquel centro penitenciario se iba a cumplir largas condenas, trabajando a ser posible, y no había hueco para inadaptados. De hecho, al equipo de tratamiento y al director se le acumulaban instancias procedentes de todas las penitenciarías de la península. Instancias en las que decenas de internos rogaban se les trasladara allí para poder trabajar y así intentar reducir el tiempo de cumplimiento, o ayudar económicamente a sus familias. O pagar la responsabilidad civil impuesta por el juez para poder acceder más fácilmente a la libertad condicional, también.
 Las más de las veces era esto último, para qué nos vamos a engañar.



El caso es que se juntaron en la celda de Jaramillo, para tener un poco más de intimidad. Porque estar con el Mahou no era estar acompañado, como decía a veces Gerardo en broma. Era estar sólo dos veces.  La conversación no duró mucho. Apenas se habían sentado a la pequeña mesa de estudio de la celda, cuando un súbito estrépito que venía de la contigua les hizo levantarse.
 En el chabolo de al lado, el segundo por la izquierda desde la entrada de la galería, un interno estaba tirado en el suelo, en posición fetal. A su lado estaba, tumbada, la pequeña mesa de estudio que formaba parte del mobiliario de todas las celdas y, desparramado por el suelo, el conjunto de objetos que hasta hacía unos instantes habían permanecido sobre ella. El interno temblaba como si estuviese siendo sometido a una descarga eléctrica.
  Gerardo y Jaramillo se echaron sobre él. El interno sufría  convulsiones, y sus músculos estaban espásticos, impidiendo separarle las extremidades del cuerpo. Como un erizo en posición defensiva, no parecía posible sacarlo de su postura.
  - ¡Guajín, vete echando hostias a buscar al doctor!- Ordenó Gerardo. Jaramillo salió corriendo hasta la consulta, y volvió en menos de un minuto, acompañado de Don Roberto, el médico, y un funcionario que atendía al nombre de don Andrés. Don Blas se había ido a casa a descansar, porque aquella noche le tocaba guardia.
 El interno estaba ahora boca arriba, con el cuerpo completamente estirado y rígido. Las convulsiones, sin embargo, no habían cesado. El médico se agachó para tomarle el pulso.
 -¿Cómo has hecho para cambiarlo de postura?- Preguntó Jaramillo. Gerardo, de rodillas al lado del médico y su paciente, negó con la cabeza.
 - No he hecho ná. De repente retembló, se puso así, y así se ha quedado.- Don Roberto se giró para mirar a Gerardo, y en ese momento el interno, que hasta ese momento había permanecido en silencio, comenzó a emitir un estertor. Parecía Tarzán gritando en voz baja, si es que eso es posible. Un sonido inquietante.
 Don Roberto se puso en pie.
 - Vamos a llevarlo a la consulta. ¿Podéis con él entre los dos?.- Jaramillo y Gerardo lo cogieron, uno por los hombros y otro por los tobillos. El interno era de buena estatura, pero no pesaría más de sesenta y cinco kilos. La heroína es lo que tiene. Además, la rigidez del cuerpo hacía más cómodo su traslado. Era como llevar un tablón, y este exceso de comodidad hizo a los ordenanzas darse un poco más de prisa de la recomendable en el traslado. Como resultado, el paciente se llevó un par de golpes en la cabeza contra el marco de alguna de las puertas que atravesaron en el camino. No mostró reacción alguna.
  En la sala de curas, en la que no había párroco alguno, tumbaron al paciente en la camilla. Seguía convulsionando, y el estertor continuo variaba el tono como la sirena de un barco. Empezaba a ser molesto.
  Don Roberto preparó un inyectable, no sin antes solicitar al funcionario de servicio que llamase al Cuerpo de Guardia para que dispusiesen una ambulancia y su correspondiente escolta. Luego, pinchó al interno en un brazo, y apretó el émbolo de la jeringuilla. Su paciente siguió convulsionando, pero ya con menor intensidad, y se quedó en silencio, lo que fue un alivio para todos.

  Algo más de media hora después, dos técnicos sanitarios, con sus chillones uniformes amarillos, entraron en la consulta provistos de una camilla rodante. Jaramillo y Gerardo les ayudaron a pasar al enfermo de una camilla ala otra, y observaron en silencio cómo se lo llevaban hacia la puerta exterior de la cárcel.

  Finalmente, y con dos horas de retraso, pudieron tomarse ese café y tener una charla. Gerardo intentó por todos los medios animar a Jaramillo, asegurándole que en poco tiempo volvería a la enfermería como ordenanza, y dándole mil razones para intentar que no se preocupase por su vuelta al módulo principal. Que seguramente lo del cuchillo ya se habría olvidado, y que sus agresores eran dos internos con un empleo remunerado, que no se arriesgarían a perder simplemente por una estúpida rencilla como la suya.
  No le faltaba razón en ninguno de sus argumentos, pero Jaramillo tenía ya la mente en otra cosa. Y aquella misma noche, en cuanto le encerraron en la celda que compartía con el Mahou, y después de que don Blas pasara el recuento de la noche, Jaramillo puso en marcha su plan.

  Porque una cosa estaba clara. Él no iba a volver a ese módulo, no importaba lo que costara.

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