Narco



  Jaramillo no llevaba mucho tiempo en aquella cárcel, pero ya se había dado cuenta de sobra de que no era sitio para él. Lo cual en el fondo, si lo piensas un poco, no es malo. Si la cárcel te parece un buen lugar donde pasar una temporada, es que el malo eres tu. Pero esta es la clase de filosofía barata  que ha hecho rico a un avispado escritor brasileño, y que en la vida real no tiene más aplicación que la de intentar aparentar profundidad de pensamiento en las redes sociales. En la cárcel, perseguir tus sueños de libertad sólo te puede llevar a dejarte los dientes contra un muro.

  De hecho, Jaramillo había acabado en aquel establecimiento por perseguir sus sueños de libertad, ni más ni menos. Unos sueños tampoco demasiado ambiciosos, los que cualquier chaval de veinte años, como él, tiene en cualquier esquina del mundo. Comprarse una moto. Montar un pequeño negocio con el que ganarse la vida. Pagarle un aborto a su novia. Cosas sencillas, sueños sencillos. Pero cuando has nacido en un barrio humilde de la ciudad de Cali, y no tienes ni un duro ni contactos importantes entre los poderosos, las opciones  para convertir en  realidad esas ideas de futuro se limitan a una sola: Hacer de mula. Y ya está.

  Y ahí es donde se le empezó a complicar la cosa a Jaramillo. Porque Jaramillo era buen tío, ya lo he dicho antes. Había nacido en una familia humilde, pero trabajadora. Y él también era así, humilde y trabajador. Dos cualidades de mierda hoy en día así en general, pero más aún si planeas dedicarte al crimen como profesión. Hay quien dice que hasta para ser delincuente hay que valer, como si ser delincuente fuera fácil. Se equivoca. Para delinquir, si se pretende vivir de ello, y vivir mucho tiempo y en libertad, hay que ser más habilidoso que para la mayor parte de profesiones

  Jaramillo no valía. A Jaramillo lo pillaron en el Aeropuerto de Barajas, en cuanto pasó por delante del puesto de control de la Guardia Civil. Con el tiempo se convenció a sí mismo, quizá para salvar un poco su autoestima, de que lo habían vendido, que lo habían delatado para distraer a los Guardias y poder pasar delante de sus narices un cargamento de mucha más importancia que los dos kilos de farlopa que él llevaba adheridos en pequeñas bolsitas alrededor de su abdomen.

   No era así. Nadie lo había vendido.

  Al entrar en la terminal 4, apenas había bajado del vuelo de 'Iberia' procedente de Colombia, un Guardia Civil se fijó en él. Ni siquiera era un veterano. El Guardia era un chaval en período de prácticas, que no tenía ni veintitrés años. Pero tampoco había que ser un genio. Jaramillo mantenía los ojos directamente hacia el suelo, evitando el contacto visual. Y sin darse cuenta, caminaba encorvado, con esa forma de hurtar el cuerpo que todos adoptamos involuntariamente cuando estamos muertos de miedo. Porque estaba muerto de miedo, como lo estaría cualquiera que no fuese un profesional. Porque para engañar a la policía hay que valer, y Jaramillo no valía para eso.

  Así que lo pararon, y lo detuvieron, y lo encerraron de manera preventiva. Pasó los primeros meses de cárcel, mientras esperaba juicio, en una conocida penitenciaría de la sierra al norte de Madrid. Un sitio muy mediático, principalmente porque la mayor parte de aquellos que van a ser procesados por la Audiencia Nacional son custodiados allí. Y no lo pasó mal, o al menos no tan mal como él mismo pensaba que lo iba a pasar.
  La vida en las cárceles españolas no tenía nada que ver con las sórdidas historias que había oído contar sobre las de su país. Además, en el módulo donde se alojó todos los demás internos eran delincuentes primarios en espera de juicio, como él. De hecho, no pocos eran políticos corruptos, empresarios de contabilidad 'creativa', o incluso conductores borrachos. Ante ese paisanaje, el ser un narco colombiano, como en realidad lo era él, hasta le daba un cierto caché. Era un narco de medio pelo, si, pero eso sólo lo sabía él. Y el día que un concejal de un pueblo de la costa levantina le dio un paquete de 'Chester' entero, cuando él sólo le había pedido un pitillo, y se deshizo en sonrisas mientras reculaba despacio hasta desaparecer, ese día, Jaramillo empezó a creer que quizá sí que estaba hecho para la cárcel, que quizá sí que era un tipo duro, y que en el fondo una temporada allí, lejos de la miseria de su barrio natal, y de los reproches de Martiza, su novia, siempre recriminándole el no traer dinero a casa, podía no estar tan mal.

  Jaramillo estaba empezando a hacerse un nombre en el patio de preventivos, cuando llegó su juicio y su condena. Fueron seis años, la 'tarifa plana', como la llamaban el resto de condenados por delitos contra la salud pública. Y tampoco se podía quejar. Unos años antes hubieran sido nueve, pero la masificación de los centros penitenciarios, entre otros motivos, habían propiciado una reducción en la duración de las condenas. Ahí sí que podemos decir que Jaramillo tuvo suerte. Y ahí también podemos decir que su suerte se agotó.

  A los pocos días de recibir la sentencia de Jaramillo, el Centro Directivo de instituciones Penitenciarias, en Madrid, determinó cuál iba a ser la cárcel donde la cumpliría.

 Y para Jaramillo, se acabó la diversión.



 

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