Narco II


  La 'cunda', el autobús sin ventanillas que la Guardia Civil utiliza para los traslados entre centros, llegó a la sierra de Madrid un lunes a media mañana. Jaramillo ya estaba prevenido desde hacía unos días, y esperaba en una celda del módulo de Ingresos y Salidas con su petate ya preparado. Finalmente, se abrió la puerta del chabolo, y la funcionaria de prisiones lo acompañó hasta una habitación al fondo de la gris galería de celdas, donde lo esperaba una pareja de Guardias Civiles con la cara de fastidio del que no cobra suficiente por su trabajo, y además ha tenido que madrugar. La funcionaria le tomó las huellas en el S.I.A., el sistema de identificación automatizada utilizado para llevar el registro de todos los que en España purgan sus penas en prisión, que al momento cambió el estado en su ficha de 'ingresado' a 'en tránsito'. Los guardias lo cachearon, le pusieron los grilletes al frente, porque el trayecto era largo, y lo metieron en el 'canguro'. Próxima parada, la costa del norte de España.

   El viaje iba a tardar unas horas, pero Jaramillo estaba animado. Si, iba a una cárcel nueva. Pero en la anterior no le había ido tan mal. Es decir, partiendo de cero se había hecho un nombre en el patio. Y a pesar de no tener ingresos, porque no conocía a nadie en España que le pudiese meter unos euros en el peculio, se llevaba casi tres cartones de tabaco en el petate, y un montón de tarjetas telefónicas, de las que se usan para llamar desde las cabinas. Es lo que tiene que el resto de paseantes del patio sean todavía más pardillos que uno mismo, y que les sobre el dinero. Seguro que en el próximo talego se lo iba a montar bien, pensó. Seguro que son tan 'listos' como los del talego anterior.



 Ya avanzada la tarde, llegaron a su destino. La entrada de Jaramillo en el que iba a ser su hogar durante los próximos años, o al menos esa era la intención, no fue afortunada. Casi ocho horas de viaje en un cubículo de apenas dos metros cuadrados de superficie, sin ventanas al exterior y sin apenas ventilación, bastarían para marear a un trapecista. Y cuando uno de los Guardias Civiles de servicio en el autobús abrió la puerta del receptáculo y le invitó a levantarse Jaramillo, con la cabeza dando vueltas y cegado por la luz del atardecer que acababa de romper la penumbra en la que había pasado el resto del día, sólo pudo bajar dos o tres de los peldaños de la escalera de acceso al vehículo antes de tropezar y caer al suelo delante de la puerta del mismo.

  Al menos, lo habían esposado por delante y pudo poner las manos para amortiguar la caída. Eso fue una suerte. El hecho de que estuviese lloviendo, como era lo habitual en aquella región, y que ante el autobús se hubiese detenido al lado de un profundo charco embarrado, no lo fue tanto. Un funcionario de prisiones, y un par de internos que ayudaban en las tareas de recepción de ingresos, se adelantaron a ayudarle a levantarse. El incidente, al menos en el aspecto físico, no tuvo mayores consecuencias. Pero Jaramillo había entrado con mal pié en el talego, y no sólo en un sentido literal. A partir de aquel momento, Jaramillo había pasado a ser 'el gilipollas que se cayó en el charco'. Y eso, cuando tu intención es forjarte un aura de tipo duro en el patio, dista mucho de ser una ayuda.

  A partir de ahí, las cosas no mejoraron. Al contrario.



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