Tremenda torrija III



No me equivocaba con lo de Martínez Alvero, y me volví a cruzar con él mucho antes de lo que esperaba.
El día siguiente a nuestro primer contacto, me tocó servicio en cocina. En cocina el funcionario no es que tenga mucho que hacer, porque el grueso del trabajo es tarea de los internos que están destinados allí. Y de vigilar que no la caguen y acaben quemando las lentejas se encarga un Jefe de Cocina, que es personal laboral. Vamos, un tipo de la calle que viene a currar allí.
 La misión principal del funcionario de cocina es controlar la caja de cuchillos, que por sorprendente que pueda parecer es una caja llena de cuchillos. Una caja blindada, eso sí, de la que sólo yo tengo la llave, y en la que hay adherido un listado de todos los elementos susceptibles de hacer pupa que se almacenan en su interior. Y de paso, ya que estás ahí, si también vigilas que los internos de cocina no se apuñalen entre ellos mientras cortan los puerros para el cocido, pues entonces ya vas para nota.

  El caso es que me las prometía muy felices yo en la cocina, a mi rollo, con un grupo de internos conocido y en el que, dentro de lo que cabe, todos son personas más o menos normales. Sin gente rara que tenga visavises escritos en la palma de la mano. Pero está claro que en un espacio cerrado por definición como es una cárcel, si hay un marrón con tu nombre escrito te lo vas a comer por más que te escondas.

   A media mañana me acerqué al patio del módulo cinco. Porque me aburría, principalmente, y porque me apetecía echar un café. Ya al salir al exterior desde el comedor anexo a la cocina, noté algo raro en el ambiente. No sé... a veces es que todo el mundo está hablando, y en cuanto ven el uniforme se quedan callados. A veces es justo al contrario. En esta ocasión, a la derecha de la puerta por la que accedí al patio había un banco ocupado por un grupo de cinco internos. Bastante agitados, además.  O eso me pareció ver a través del cristal de la misma. Pero en cuanto la abrí y salí, todos se quedaron tiesos como estacas, y calladitos. Y de repente eran cuatro.
  Miré a mi alrededor. Había varios internos corriendo alrededor del patio, a diferentes ritmos. Pero uno me llamó la atención. Cuando uno corre para entrenar, lleva un ritmo. Mantiene una cierta sincronía de movimientos. Este tipo corría como un pollo sin cabeza. Además, llevaba una llamativa gorra de pescador color verde con el logotipo del Atlético de Cali... Y las cosas como son, cuando había entrevisto al grupito del patio por primera vez, me había parecido ver a un fulano con una gorra verde. Vamos, que blanco y en botella.

 Me acerqué al grupito. Ninguno me miró al acercarme, ni me miraron a los ojos cuando les hablé. la cosa estaba clara, y tampoco había que currarse mucho la pregunta.

  -¿Qué pasa aquí?.- Dos de ellos miraron al suelo, otro hacia arriba, como esperando una revelación divina. El cuarto rebuscó en su pantalón de chándal y sacó un paquete de tabaco. Pero contestar, no contestó nadie. Quizá no me habían oído. Quizá.

  -Que pregunto que qué pasa aquí.- Con firmeza, pero manteniendo la calma. Que no crean que estoy nervioso. El del pitillo parecía que iba a responder. Al menos me miró a la cara mientras los otros tres corrían el riesgo de luxarse el cuello en su esfuerzo por mirar hacia otro lado. Comenzó a abrir la boca, pero en ese instante vio, vimos los dos, al interno de la gorra verde que, en su huida, había dado una vuelta entera al patio y se encontraba de nuevo en el punto de partida. Pude verle la cara. Era Martínez Alvero. Quién sino él sería capaz de huir corriendo en círculos.

 Extendí mi brazo izquierdo a modo de barrera, y Martínez Alvero se detuvo. Parecía un poco sorprendido, pero se quedó quieto de forma automática, como un coche ante un paso a nivel. Me miró bajo el ala de su sombrero. Había algo raro en su cara, no tenía buen color. Y eso que el gorro del Atlético de Cali, con una foto de todo el equipo titular impresa en la copa y el ala de un color verde venenoso, hacía tanto daño a la vista que difuminaba la imagen de todo lo que había a su alrededor. Como la llama de un soplete.

 - ¿Le importa quitarse la gorra?. Cuando hablo, prefiero ver la cara de la gente.- (Y no sufrir un desprendimiento de retina, pensé para mí).  Alvero se quitó la gorra, obediente. Su cara estaba peor de lo que me había parecido en una primera impresión. Estaba azulada, como si le faltase oxígeno. El lado izquierdo de la misma, además, estaba enrojecido, de forma que más que azul era de un insano color púrpura. Mis conocimientos de medicina se limitan a saber que el ibuprofeno es bueno para la resaca y que antes de que te pongan una inyección o un supositorio hay que bajarse los pantalones, pero tampoco había que ser Ramón y Cajal para darse cuenta de que a ese tipo le pasaba algo. Quizá le estuviera dando un ataque.

  - Oiga... ¿se encuentra bien?.-  Alvero me siguió mirando, con cara de confusión. Su expresión por defecto, me estaba empezando a dar cuenta de ello. - Tiene usted la cara azul...- A Alvero se le iluminaron los ojos, pero no de repente. Con calma, como un amanecer abriéndose camino a través de las tinieblas de la noche. Así debían avanzar sus ideas entre el espesor de su mente, pensé, en un alarde de imaginación de esos que a veces me surgen. Bueno, el caso es que sus ojos se acabaron de iluminar del todo, y finalmente contestó. No fue un proceso automático, que os quede claro.

 - Me he pintado la cara con un boli, Don.- Y sonrió con todos los dientes al acabar su confesión. No sé si estaba más orgulloso de su simpática ocurrencia, o de haber sido capaz de contestar correctamente a mi pregunta. De todas formas, a mi algo no me cuadraba.
 - Pero... Si uno se pinta la cara con un boli, no le queda teñida. Le quedan rayas pintadas. ¿Qué te has hecho?.- Pasamos del usted al tú, que a veces resulta más perentorio. A Alvero le dio igual el matiz. El me había contestado con lo que sabía, y el que yo no le creyese le había dejado sin respuestas. Volvió al silencio y la expresión confusa. Su marca de fábrica. Por suerte para ambos, uno de los internos del grupito que me había llamado la atención en un principio dejó de castigarse el cuello y resolvió mi duda.

  - Don, el loco vació la tinta en un vaso de agua y se lavó la cara con ella.- Así que fue eso. Bueno, una vez conocido el procedimiento tampoco era nada sorprendente. Lo que sí resultó una novedad es que a mi interlocutor se le soltase la lengua de repente.
 - Y lo hizo porque hay gente en el patio que le da pitillos para que haga esas cosas y reírse de él.- Alvero bajó la vista, avergonzado. Vale, pues ahora que nos ha dado por hablar, pensé, a ver si lo contamos todo.
 - ¿Y con qué te pintaste el lado izquierdo de la cara, que está medio morado?¿Con un boli rojo?.-
Alvero no contestó, pero se ve que era el momento de las confesiones  porque otro interno, el del pitillo, soltó la lengua también.
  - No Don Jaime. Eso es que le han soltado un bofetón.- Hugo, mi compañero que ese día estaba como Encargado de Departamento, se había ido acercando al lugar del debate y llegó a tiempo para escuchar esto último. Miró a Alvero, me miró a mí, me encogí de hombros, y en menos de lo que se tarda en decirlo se llevó al pobre hombre a enfermería para que el equipo médico le hiciese un reconocimiento. Alvero extendió los brazos y abandonó el módulo imitando el ruido de un abejorro. Hugo le siguió, negando con la cabeza.

  Los cuatro miembros originarios del grupo y yo nos quedamos ahí, en el patio, al lado del banco. La escena había atraído a bastantes curiosos, pero en cuanto Hugo se llevó al protagonista, la cosa pareció perder interés de forma repentina. Al final nos volvimos a quedar solos los cinco. Hubiera sido un buen momento para encender un pitillo como gesto dramático, pero el dejar de fumar también tiene sus desventajas. Bueno, algo había que decir.

 - No voy a preguntar si sabéis quien ha sido, porque total para qué, pero... ¿Le zascaron el bofetón por algún motivo, o fue así porque es tonto nada más?.-

Bueno, pues ahí ya se desató la catarsis. Desaparecida de momento la amenaza del loco, el resto de internos se esforzaron en conseguir que no volviese al módulo cinco y se quedase en el de Enfermería definitivamente. Por lo visto Martínez Alvero llevaba un par de semanas, desde que su enfermedad se había agudizado, haciendo la vida imposible al resto de habitantes del departamento. Desde entrar en las celdas de otros y simplemente desordenarlas, a darles sustos en las duchas. Pequeños hurtos, estupideces varias. Pero son estupideces en la calle. En el patio, que es una olla a presión, no hay estupideces. En el patio han apuñalado a personas por un yogur.Y como un interno, al que Alvero había robado unos calzoncillos para usarlos de bandana, me hizo ver:
- A mi lo de los gayumbos me da igual, que ni siquiera estaban limpios,- Definitivamente Alvero había perdido el norte, pensé. -  Pero hay gente aquí, como el negro ese de dos metros de aquella esquina, que sólo tiene un par. Y si el negro le casca una hostia a Alvero...-

 Dejó la respuesta en el aire, pero tenía razón. Alvero era un peligro para la seguridad del módulo y para sí mismo. Así que tras una charla con el Jefe de Servicios y con la doctora de guardia, se decidió que se quedaría ingresado en el módulo de enfermería hasta nueva orden. Y así fue como, una vez más, pensé que mi camino y el de Martínaz Alvero no se iban a volver a cruzar.

Pues claro.

 












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