Visita inesperada.

 Al final, entre mis diferencias con Don Ceferino y mis afinidades con Alfonso,  se habían pasado unos minutos de la hora reglamentaria para la apertura de cocina. Me encaminé hacia la puerta, donde ya se encontraban los internos esperándome con una especie de aburrida impaciencia. Y  me hicieron el pasillo para entrar. Sí, como se le hace al campeón de liga o a los novios en una boda militar. Afortunadamente no tuve que chocar las manos con cada uno de ellos, ni nadie se sacó el sable. Sin más ceremonia pues, abrí la puerta blindada y entramos.

  Una vez dentro, todos sabíamos cuales eran nuestras tareas. Llevábamos tiempo en la casa y éramos expertos en lo nuestro. Por mi parte, abrí los candados de las cámaras frigoríficas y del almacén para posteriormente dirigirme a mi oficina, que tuve que abrir también. Comprobé que no faltaba ningún cuchillo, espátulas ni demás elementos punzantes o cortantes de la taquilla blindada donde se guardaban, y me senté. Había cumplido con la mayor parte de mis obligaciones para esa jornada, y sólo me quedaba entregar los mencionados utensilios a los internos que me lo solicitasen, y cuidar celosamente que los devolviesen a su lugar tras acabar con sus tareas. Sencillo.
   Y mientras tanto, me dispuse con toda mi buena voluntad a desconectar del mundo exterior leyendo una novela. Pero se ve que aquel Jueves Santo, el mundo exterior no quería desconectar de mí, y me tenía preparada una sorpresa.

  Mientras yo intentaba encontrar una postura que me permitiese a la vez leer, alcanzar la cerradura del armarito de los cuchillos con la mano derecha y poner los pies encima de  mi mesa para estar cómodo, todo a la vez y sin romperme la espalda, un coche oficial se detuvo ante la puerta principal de la prisión. No es que fuese la limusina del Presidente de los Estados Unidos, pero era un coche negro y con chófer, que ya es algo. El conductor se bajó del vehículo, lo rodeó por la parte trasera como exige el protocolo, y abrió la puerta trasera derecha para permitir descender del mismo a su ocupante principal. El obispo de la isla se dejó ver así en toda su gloria y, acompañado de su edecán, se encaminó hacia la puerta principal.

   Allí fue recibido por el Jefe de Servicios, máxima autoridad del Centro Penitenciario en aquellos momentos. Porque si algo compartíamos todos y cada uno de los funcionarios a los que la marea había arrojado a las costas de aquella pequeña isla, desde el más novato de los prácticos hasta el Director, era que ni uno sólo de nosotros éramos oriundos de la misma. La diferencia es que si eres el más novato de los prácticos, te jodes y te comes la Semana Santa currando como un campeón. Pero si eres el señor Director, el viernes anterior al Domingo de Ramos dices 'Señores, ahí se quedan. Cuiden esto en mi ausencia' y no dejas que se te vea el pelo hasta el Lunes de Pascua.

  No es que el tener que estar al mando importase demasiado al Jefe que estaba de guardia ese día, porque era un capillitas y un pelota. Era de esa clase de personas a las que la perspectiva de que una autoridad, cualquier autoridad, les pase una mano figurada por el lomo, le hace sacar la lengua y babear de ilusión. Iba a decir que la perspectiva les hace menear su colita, pero creo que eso iba a ser un símil de bastante mal gusto. Además, conociendo al individuo, lo mismo no sería ni siquiera un símil.
  Así que el jefe, encantado de conocer al Obispo y de verse en esa situación, lo acompañó al interior.
Mientras, Julio, el funcionario de servicio en la puerta principal, procedió a avisar, uno por uno, a todos los módulos de la llegada de una visita del exterior.

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