Sensible



  El carro con las comidas de los internos del módulo de aislamiento avanzó lentamente un par de metros más, y se detuvo. Ante él, la puerta enrejada vibró un poco, y se empezó a descorrer lentamente, con un intenso zumbido eléctrico, hasta dejar una abertura de alrededor de metro y medio.
   Servando, el argentino bajito y regordete que ocupaba el puesto de ordenanza de comidas del módulo, gruñó levemente al dar el primer empujón al carro y ponerlo de nuevo en marcha. A su lado Jesús, un murciano que en la calle había sido  portero de discoteca y que ahora era el cabo, el jefe del equipo de ordenanzas, le ayudó con una de sus enormes manazas. El carro franqueó la puerta, seguido de los dos internos que lo empujaban, y detrás de ellos pasaron los dos funcionarios encargados del reparto de comidas. Apenas hubieron entrado en la esclusa de la galería principal, una estancia rectangular de unos cinco metros de largo por dos de ancho, la pesada puesta electrónica pintada de blanco se volvió a cerrar y otra, similar a la anterior pero pintada de verde oscuro y que ocupaba la parte central de la pared  de la izquierda, se empezó a abrir. Los funcionarios no la manejaban, ni habían dado aviso por sus 'walkies' para que se les abriera. Tampoco hacía falta.
  Unos metros más atrás, en la cabina de servicio, sus compañeros seguían sus movimientos sin perderse detalle. Cada rincón del módulo de aislamiento está controlado por cámaras, que nunca dejan de ser observadas, y todas las imágenes quedan además grabadas en un disco duro. Los funcionarios de reparto podían estar tranquilos; En caso de emergencia, todo el personal del Centro Penitenciario estaría allí para ayudarles en cuestión de segundos. 

  La puerta verde acabó de deslizarse, y ante los cuatro se abrió... Otra habitación esclusa. Entraron , la puerta que acababan de atravesar se cerró, otra nueva que tenían enfrente se abrió y, por fin, llegaron a un pasillo. En la pared de la derecha se encontraban las puertas de seis celdas, pintadas del mismo tono verde botella que la puerta del rastrillo. A la izquierda, la pared desnuda, de un encofrado de hormigón apenas disimulado por una capa de pintura color amarillo claro.
 Sergio, el funcionario jefe del módulo, sacó de su bolsillo un manojo de cuatro o cinco  llaves. Buscó la más pequeña y, agarrando el manojo por ella, se lo entregó a Paula, su compañera.

 - Toma, esta es la llave de los candados. Vete abriendo la trampilla de cada puerta.-
Paula cogió la llave y comenzó su tarea. En cada puerta de celda, mas o menos mitad de altura de la misma, se habían instalado unas portezuelas rectangulares de unos cincuenta centímetros de anchura y quince de alto. Se abrían hacia abajo por medio de una bisagra que abarcaba toda su longitud y quedaban fijas en un ángulo de noventa grados, formando una especie de repisa, y dando a la puerta, cuando estaban abiertas, el aspecto de un buzón de correos con una boca desmesurada.

 Paula acabó de abrir la última de las trampillas, y regresó andando por el pasillo, mirado fijamente al suelo. Los ordenanzas comenzaron el reparto de comida; Platos de plástico, fruta de postre. Nada de bandejas metálicas que se pueden convertir en armas mortales. Nada  de conservas. Ni de vasos de cristal o tazas de cerámica, aunque esto último es algo común al resto de módulos. 
 Sergio supervisaba la tarea, firme y con los brazos en jarras desde la cabecera del pasillo. Parecía la viva imagen de la vigilancia, pero, como veterano que era, en realidad estaba pensando en sus cosas, y se sobresaltó cuando Paula le habló al llegar a su altura.
 - Oye... ¿el suelo es naranja por algún motivo en concreto?- Sergio miró hacia abajo. El suelo, ciertamente, estaba pintado de un vivo color naranja rojizo.

  - Pues no lo sé... Quizá para que se disimule mejor la sangre- dijo al fin, y sonrió veladamente al comprobar la cara de asombro de su compañera. - O, también, para ofrecer un mejor contraste y que se vea más claramente a las personas cuando es necesario revisar una grabación de las cámaras de seguridad.- A Paula pareció gustarle más esa idea.
 - Aunque, la verdad, -finalizó Sergio- lo que creo es que en algún sitio sobraba pintura de suelos color naranja, nos la encajaron aquí, y alguien se llevó una comisión calentita. Porque así es como funciona ésto.- 
 Continuaron en silencio un rato, controlando el reparto de comida. Jesús, el cabo murciano, llevaba con él los pedidos de economato, y aprovechaba el reparto de comida para entregarlos y así matar dos pájaros de un tiro.  En un momento dado, sacó de debajo del carro una botella de plástico vacía, y la rellenó cuidadosamente con el contenido de tres latas de Coca Cola antes de cerrarla y pasársela al interno de la celda 5  por la apertura de la puerta. A Paula le picó la curiosidad. No es que fuese nueva en el cuerpo, pero había pasado sus primeros años destinada en una oficina, y sólo hacía tres días que había logrado el traslado a servicio interior. Así que, en cierto modo, sí que era una novata, y no paraba de preguntar cosas.
  -¿También están prohibidas las latas de refresco?- Segio asintió en silencio.
  - ¿Por si hacen armas con ellas?-  Esta vez  fue Jesús, el cabo, el que asintió en silencio, desde lo más alto de su metro noventa y sin variar su cara de triste resignación.
   - Caramba. Si dedicasen esa creatividad para cosas buenas...- Sergio y Jesús sonrieron. 
   - Si empleasen su creatividad para cosas buenas, tú y yo nos quedaríamos sin trabajo.-. Dijo Sergio. Jesús, el cabo, asintió y añadió a su vez:
   - Y tampoco hay que ser muy creativo para hacer un arma con una lata, doña Paula. Todo lo que sea de metal, se puede afilar para cortar. Más se lo curran cuando hacen armas con cepillos de dientes, o huesos de la comida.-
  - Motivo por el que en Aislamiento se reparten cepillos de dientes de los de viaje, y la comida va sin hueso. El día que uno apuñaló a otro con un hueso de posho afilado, ese día empezamos a servir 'nuggets'.- Esto último lo dijo Servando, el argentino, que ya había repartido las comidas y cerrado con su correspondiente candado las trampillas de las celdas.


 Sergio avisó por 'walkie', la puerta del pasillo donde se encontraban comenzó a descorrerse y los cuatro entraron a la primera esclusa. Inmediatamente,  la puerta por donde acababan de pasar se cerró tras ellos, la que tenían delante se abrió, y salieron de nuevo a la esclusa de la galería principal. Esta vez giraron a la izquierda, y esperaron a que otra puerta automática, blanca en vez de verde, se abriese para poder continuar su reparto. Paula observó que el postre de las siguientes galerías, en vez de ser una manzana por persona, como en las que acababan de repartir, consistía en yogures naturales. Había que preguntar.

 - ¿Por qué a los de las otras galerías les hemos dado fruta, y estos se llevan un yogur?.- Sergio, muy metido en su papel de veterano instructor, contestó:
 - Porque los de la siguiente galería están castigados.- Paula lo miró con una expresión mezcla de sorpresa y desconfianza. 'Éste me está vacilando', pensó, y se lo iba a soltar cuando la voz de Jesús, el inmenso ordenanza, se lo impidió.
 - La semana pasada les pillamos un cubo lleno de 'chicha' en el patio. Ninguno quiso comerse al marrón, así que todos castigados.-
 - Si la fruta la van a usar para hacer alcohol, pues les daremos yogures. No hay más.- Remató Sergio.
- Joder- Paula no pudo evitar soltar el taco - Con la fruta hacen alcohol, y con la carne armas. Le quitan todo el significado a lo de la 'comida sana'. Al final, los 'nuggets' van a ser lo mejor. Porque ya me dirás cómo vas a matar a alguien con un 'nugget'.-

  Se volvieron a detener ante otra puerta blanca, enrejada. Se abrió, con un zumbido idéntico al de su hermana gemela de unos metros más atrás, y volvieron a pasar a una habitación esclusa, exacta en todo detalle a la que habían abandonado apenas dos minutos antes. Servando, con su musical acento de Santa Fe, rompió el silencio.
 - Con 'nuggets' no, pero con pastelitos... ¿Se acuerda, don Sergio?- Sergio frunció el ceño, tratando de hacer memoria.
 - Si, don Sergio, el  aquel, del módulo 5. Santiago se shamaba, recuerde.- 
- Aaah, si. Ya me acuerdo.- Paula los miraba, en ascuas. ¿Cómo habrían podido matar a alguien apuñalándolo con pastelitos?. Sergio notó su inquietud, y no la hizo esperar más.

- El tal Santiago era un interno, estaba en el módulo 5 hace unos años.-
- Un gordo hijodeputa, cementerio de bollería, la concha de su reputa madre- apuntó Servando, que no lo apreciaba demasiado.- Sergio rió.
- Si , estaba gordo de cojones. Y no era muy querido en el módulo. Por eso nos sorprendía que el resto de internos le diesen sus postres, y parte de su comida. Así que empezamos a investigar un poco, por si acaso estuviese extorsionando y amenazando a la gente, ya sabes...- Paula asintió en silencio. Sergio continuó su historia.
- Pero no era así. Simplemente, el tío tenía el azúcar por las nubes. La doctora había prohibido que se le sirviesen dulces, grasas y así. Dieta de enfermería. Por supuesto, sus compañeros de módulo no tardaron en enterarse, y se pusieron de acuerdo para darle todo aquello que no podía comer. A ver si reventaba.- 
 - ¿Y que pasó?- preguntó la funcionaria.
 - Pues que reventó, el hijo de mil padres.- Terminó Servando. - Una noshe se fue a dormir, y ya no despertó más. Y a mi y a otros ordenanzas nos tocó bajarlo por las escaleras. Y cómo pesaba.- Servando casi empezó a sudar sólo de recordar el esfuerzo de aquella mañana.

  Sergio y los dos ordenanzas rieron al recordarlo, aunque Servando rió un poco menos. Paula no salía de su asombro.


  - Pues, al final, si que va a resultar que esta gente es creativa.- apuntó Jesús como colofón.

La puerta verde que daba acceso a la siguiente esclusa se abrió. Hora de seguir con el reparto.

  



 
 

  
  
 

  

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