Tráfico interno. Epílogo

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EPÍLOGO


Mas o menos a la misma hora a la que Vanessa  y yo teníamos nuestra charla, alrededor de las cinco y media, sonó la sirena que anunciaba la bajada a al patio de los internos.

 Aquella tarde, y casi todas las tardes, uno de los primeros en bajar fue Mari*. Mari se encargaba, entre otras cosas, de la limpieza de duchas y lavabos, y en cuanto pisó el hormigón compactado que hacía las veces de suelo en el patio, puso rumbo a la oficina de acceso del módulo, el 'rastrillo'. Allí solicitó de doña Ana, la funcionaria de acceso, las llaves de las duchas, no sin remarcar lo guapa que estaba y preguntar de qué marca era la sombra de ojos de tono tostado que se había puesto aquella tarde.

 Con las llaves en su poder, entró en las duchas y abrió la taquilla metálica  donde se guardaba el material de limpieza de la dependencia. Comprobó que estuviese todo en orden y se dispuso a preparar sus utensilios. Se tomaba su tiempo. Tenía motivos para hacerlo.
 A Mari, los años no le habían sentado bien. Ni siquiera en sus mejores tiempos, en los que tenía una clientela bastante fija en los alrededores de las Ramblas, se podía decir que su cuerpo invitase a la lujuria. Mari tenía otra cosa, eso es verdad. Un 'savoir faire' que hacía que el que probara, repitiese.
Pero había que atreverse a probar. Y Mari, que ya digo que ni en sus años mozos podría haber parecido una mujer atractiva ni a los ojos del más alcoholizado de los marineros ucranianos, ahora, más cerca de los setenta que de los sesenta, casi nunca conseguía que alguien se atreviese.

 Casi. Porque, en el mar de náufragos que era aquel patio, Mari era el único flotador. Y un hombre desesperado se agarra a lo que sea,  llegado el momento. Gracias a ello conseguía algunos beneficios extra, es cierto. A Mari nunca le había faltado un pitillo,entre otras cosas, que llevarse a la boca.

 Pero en el fondo, no era el beneficio económico lo que Mari buscaba. A pesar de que el oficio al que había dedicado su vida no era uno de los que están, digamos, regulados, Mari era de los pocos de su profesión que había tenido el sentido común de darse de alta como autónomo. Como sastre, lo cual no era muy original como tapadera, es cierto, pero le había permitido cobrar una pensión cuando alcanzó la edad para jubilarse. Mari tenía ingresos más que de sobra para costearse los pequeños vicios que la administración penitenciaria tolera intramuros, e incluso para los que no tolera,  y no necesitaba prostituirse.

  Mari buscaba compañía. Calor humano, dirían algunos. Una buena polla de vez en cuando, dirían otros más prosaicos. No les faltaría razón a ninguno, aunque, y eso ni siquiera Mari lo sabía aún, los segundos estaban más cerca de la verdad que los primeros.

 Así que siguió haciendo tiempo, preparando con parsimonia sus herramientas. Llenando el cubo. Midiendo la dosis exacta de detergente. Haciendo tiempo, esperando que el resto de internos fuese bajando al patio. Las duchas eran su territorio. Todos, o al menos todos a quien podía interesar el dato, sabían que lo podían encontrar allí. Así que no tenía sentido darse prisa en acabar su faena.

 Pero una cosa es no darse prisa, y otra echar tres horas en una tarea que no debería llevar más de media. pasadas las seis y veinte, cuando ya hacía más de treinta minutos que el último de los internos del módulo había bajado al patio, Mari se rindió a la evidencia. Nadie iba a correr a las duchas a solicitar sus servicios. Esa tarde no.
 Resignado, dejó de marear la fregona dentro del cubo frente a la puerta de los lavabos, donde todo el mundo podía verlo, y se giró hacia en interior de los mismos.

 Entonces lo vio. Al principio pensó que era una rata. Una rata negra y lustrosa de tamaño más bien mediano, al menos para lo que era habitual allí. Muerta, sin duda, porque de no estarlo ya haría tiempo que habría huído. Marí se acercó cautelosamente. En su vida larga y, en más de un sentido, dilatada, había visto de todo. Y había vivido en lugares en los que las ratas eran casi la mejor compañía que se podía encontrar. Pero no por ello le gustaban más, ni se fiaba de ellas. Agarró con fuerza el mango de la fregona, para usarla como arma si fuera necesario, y caminó hacia lo desconocido...

 Que resultó no serlo tanto. Aquello no era una rata, qué va. Era algo mucho más familiar para él, y no es que en su vida de miseria las ratas hubieran sido algo ajeno.

 Aquello era una polla. Una polla negra y lustrosa, y de tamaño bastante por encima de la media del módulo. De ello podía dar fe. Mari echó la mano para cogerla, sin guante ni nada, porque los escrúpulos los había perdido el mismo día que la inocencia. Era un consolador, sin duda. Uno comprado, traído de fuera. Le faltaba el mecanismo, pero apareció a un par de metros, al lado de una de las tazas turcas. Parecía fácilmente reparable, pensó Mari. Y eso que no era precisamente un manitas.
 Mari guardó su tesoro en uno de los bolsillos de la bata de señora que vestía siempre que bajaba a fregar, procedió a guardar sus utensilios. Estaba demasiado emocionado como para ponerse a limpiar, y por un día nadie iba a notar su dejadez. Salió a patio y se sentó en un banco a fumar un pitillo , mirando a ambos lados con la sonrisa pícara el niño que ha hecho una travesura y la guarda en secreto.
 Aquello era todo un hallazgo, un hallazgo que iba a cubrir un enorme vacío que Mari hacía años que sentía. Gracias  a aquel aparato, Mari iba a poder dejar de hacer favores en el patio, unos favores de los que cada vez estaba más harto y asqueado. No necesitaba dinero. Si quería hablar y contar sus penas, tenía a los funcionarios, que casi estaban obligados a escucharlo. Y ahora, por fin,se daba cuenta de que tampoco necesitaba las atenciones prestadas de mala gana de sus compañeros de cautiverio. Por primera vez en su vida, tenía todo aquello que podía necesitar.


Mari se levantó, y caminó hacia el economato para pedir un café. Tuvo que contenerse para no ir dando saltitos de alegría.


* Ver 'ola de calor'.

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