Tráfico interno V

 Con todas estas historias, casi se había hecho la hora de comer. Los funcionarios con destino aquel día en los diferentes módulos efectuaron el recuento de las dos y media de la tarde y, tras entregar parte por escrito del mismo al Jefe de Servicios, como ordena el reglamento, se dispusieron a salir a la cafetería del Centro Penitenciario a ver qué ofrecían en el menú del día.

 Me asomé una vez más a Jefatura, a preguntar a Jorge si me acompañaba a comer. Jorge murmuró entre dientes algo de que ya había comido un sándwich, y nosequé historia de que un Jefe de Servicios debe permanecer en su puesto por si hay alguna incidencia y tal y cual. Lo cierto es que yo sabía tan bien como cualquiera con oídos en la prisión que su endocrino lo había puesto a régimen estricto y lo que me estaba soltando era un rollo que no se creía ni él, así que lo dejé allí hablando  solo y me uní al grupo de funcionarios que, en aquel momento, ya estaban cruzando el recinto de seguridad camino del exterior de la cárcel.

  Nos juntamos unos quince funcionarios en la cafetería del centro. El local no estaba mal, porque lo había construido la Dirección General con cargo al erario público, y se notaba que había billetes. Decorado con plástico de colores vivos, no era feo si te gustaba Mondrian, y hasta  era moderno si eras capaz de imaginarte que estabas en el Miami de 1984. También era barato, porque la concesión bianual para operar el local se concedía poniendo como condición sine qua non que el menú del día no pasase de siete euros. El servicio no era muy allá, en cambio. Pero si pensabas que el que te atendía era un fulano que había creído que lo del menú a siete euros era algo que podría modificar al alza al cabo de unos meses, y que luego se daba cuenta de que no, pues lo entendías. El camarero te servía los sanjacobos con la cara el que está palmando pasta por atenderte, lo que no se alejaba ni lo más mínimo de la realidad.

 Total, que ahí estábamos comiendo rancho. Vanessa se unió a nosotros un poco después, supongo que tras haberse lavado concienzudamente las manos. Se sentó a la mesa, y no tardó ni un minuto en contar pormenorizadamente el cacheo que acabábamos de realizar, y todas sus incidencias. Quizá, novata como era, esperaba un poco de comprensión. Un poco de escándalo en la audiencia, un 'a donde vamos a ir a parar', o un 'qué vergüenza'. No fue así, claro. Cómo iba a serlo.
 Agaché la cabeza y me concentré en mi sopa mientras arreciaba a nuestro alrededor la tormenta de chascarrillos, desde el '¿seguro que era del interno y no tuyo?' al 'luego le preguntaremos al interno si efectivamente se lo has devuelto o se te ha perdido'. Un festival del humor, ya os lo dije antes. El puto Club de la Comedia. En fin.
 Había acabado ya el primer plato, una sopa de picadillo de contenido igual de misterioso que su nombre, cuando entró Alejandro.
 Alejandro era aquel domingo el encargado del módulo de aislamiento, creo que ya lo mencioné antes. Donde habíamos dejado a Rubirrosa en la 'culera'.
 Normalmente, siempre que Alejandro y yo compartíamos turno, él llegaba a la cafetería antes que yo. A Alejandro le gustaba comer, sus casi cien kilos de peso daban fe de ello. Pero aquel día había una excusa para que llegase tarde. La culera no se puede dejar sola, porque hay internos que, para evitar ser procesados, se vuelven a tragar aquello que acaban de expulsar. Que dicho así queda muy aséptico, pero en realidad no lo es.
 Por este motivo, repito, la 'culera' no se puede dejar sola. Supuse que Alejandro había conseguido que alguien le relevase durante una hora, para venir a comer. O quizá le había pedido permiso al Jefe de Servicios y se había venido sin más, pero ésto sería algo menos habitual.
 Alejandro se acercó a la barra a ver el menú. Acabó por pedir sólo un Aquarius, y se sentó ante mí a beberlo en silencio. Al poco, el camarero le sirvió desganadamente su tapa, un platito con un poco de pisto manchego y un trozo de pan. Alejandro metió con el pan dentro del pisto con cara de asco y lo removió, sin probar bocado. Parecía un niño jugando a los barquitos. Era raro.

  - ¿No tienes cuerpo de pisto?- pregunté al fin. Me estaba cansando de verlo marear al trozo de pan. Además, al final me iba a acabar salpicando. Alejandro resopló, de mal humor.
  - No tengo puta hambre.- Dijo al fin. Aquello era raro. Como si de repente Massiel te salta con que no quiere otra copa. Quise averiguar qué le pasaba, y ni siquiera tuve que preguntar.
 - Tiene diarrea. Rubirrosa, el 'caco' que me trajiste a la 'culera'. Es tremendo. Debe ser de tipo vírico o algo, porque nunca había visto algo así.- Su cara de asco se acentuó.- Parecía un grifo. Un grifo de agua marrón.- Terminó, por fin.
 Me había contagiado la cara de desagrado. Afortunadamente la falta de apetito no, porque estaban a punto de servirme el segundo plato y me habría fastidiado dejarlo ahí después de haberlo pagado. Los escalopines estaban duros y secos, lo que no me importó, porque a mí me gustan así y porque no era el momento de comerse algo jugoso. Me dediqué a masticar en silencio mientras Alejandro bebía su Aquarius. Finalmente acabó su bebida y se dispuso a ponerse de pie para ir a la barra a pedir un café.

 - Al menos hay algo positivo. No me he tenido que quedar toda la tarde esperando a que al subnormal ese le diera por ponerse a cagar.- Dijo, mientras se levantaba. Bueno, eso era verdad. No se consuela el que no quiere.
- ¿Lo has dejado en la 'culera'?, pregunté. Un poco por seguir la conversación.
- Qué va. Lo hablé con el jefe, y lo hemos mandado ya a su módulo. No tenía sentido dejarlo en la 'culera', saltaba a la vista que ahí dentro no podía llevar nada que no hubiera salido ya disparado. Así que recogió el equipaje y lo pasé al patio del cinco. Luego a la tarde lo verá el médico, supongo, porque lo de ese tío no es ni medio normal.-

 Alejandro se sentó en uno de los taburetes de la barra a tomar su café. Tanto trabajo- y tanto chiste- para nada, pensé. El chivatazo de Montenegro había sido auténtico, porque lo más probable es que Rubirrosa planease meter material en la prisión aquel domingo. Pero la diarrea le había estropeado los planes. Vanessa y yo habíamos cacheado sus pertenencias de forma concienzuda y Serafín, el funcionario de ingresos, le había hecho desnudarse por completo para efectuar un registro. Incluso le había obligado a abrir la boca para comprobar que no se hubiera atado un sedal entre los dientes, porque a veces se atan cosas así y se las deslizan por el esófago para ocultarlas.
No había sido el caso.
 No, la única opción con la que habíamos contado era que pasase la droga 'empetada'. Pero eso, en su estado, habría resultado imposible. Así que lo más probable era que hubiese abandonado la idea y hubiera resignado a pasarse una temporada sin traficar. Hasta su próximo permiso.
 'Bueno', acabé por pensar, 'nosotros hemos hecho lo que hemos podido'.

 El resto de funcionarios, y Vanessa con ellos, seguían haciendo bromas. Asombra cuantos recursos para el humor puede generar una polla negra de látex. Pero había que reconocer que la cosa se salía de lo corriente. Yo ya llevaba en el negocio más de diez años, y no recordaba haberme encontrado nunca un aparato de ese calibre.
'Ni de ningún otro', me sorprendí pensando. En más de diez años.

Eso es mucho tiempo.











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