Día libre

 Salgo a toda velocidad de casa. Voy con el tiempo justo para dejar a los niños en Skate. Adelanto a muchos vehículos más lentos, paro frente al lugar donde se imparten las clases (un centro comercial de capa caída) con un chillido de frenos. Dejo el coche en zona de carga y descarga, salgo corriendo con los niños. Poner casco, coderas, rodilleras es un borrón. Una despedida atropellada, y vuelvo corriendo al coche antes de que me puedan multar.


Me siento al volante. Una pausa que es un parpadeo, para priorizar cual de los múltiples recados que tengo pendientes va a ser el primero en ser atendido en esta hora y media de que dispongo. Mientras lo decido, giro el contacto y el coche decide por mí. Reserva. Hay que ir a echar gasolina.

Arranco con un chirriar de ruedas no muy diferente del que produjeron al detenerse. Pongo rumbo a una de las gasolineras del polígono, de las baratas. Atravieso un barrio de casas bajas, un vestigio de núcleo rural incrustado en la ciudad, esperando a ser laminado en aras del desarrollo urbano. Voy muy rápido por carreteras estrechas. Sigo acelerado por la prisa que le he dado, hace unos instantes,  en llegar a las actividades extraescolares, y este coche corre mucho y hace un ruido muy chulo, lo que no ayuda a relajarse.

Y me vendría bien relajarme y bajar el ritmo. Por suerte, la providencia me echa una mano. 

De un lateral de la carretera, de lo que parece ser una pista de tierra, sale un microcoche color blanco. Uno de esos que se conducen sin carnet. No me queda otra que cederle el paso y partir en procesión tras él.

Al volante del artefacto, de tamaño poco mayor que una lavadora y del mismo color blanco, va un hombre mayor. Puedo ver su cabellera por encima del respaldo de su asiento y es completamente blanca. Va despacio. No sólo es del tamaño y del color de una lavadora, parece que también llevase el motor de una. 

Vamos a 20 km/h. Quizá forzando hasta 25. Involuntariamente relajo las manos del volante y mi espalda se destensa. Subo el volumen de la radio y me tranquilizo poco a poco, dejándome llevar a paso de peatón detrás del cacharrito. No es que abandone mi intención de adelantarlo en cuanto tenga ocasión, pero empiezo a perderme en mis pensamientos y a prestar menos atención a la carretera. Tanto, que sin darme cuenta llevamos casi un minuto parados en un STOP. 

Salgo de mi abstracción. Delante de mí, el viejo del microcoche se rasca la cabeza, pero no es él el causante del tapón. Unos metros más allá, otro coche, de un llamativo color verde fosforito, renquea un instante y se cala justo en la línea blanca de parada. Es un coche de autoescuela, y en el asiento del copiloto se intuye al profesor haciendo aspavientos. Es evidente que el alumno no progresa conforme a sus expectativas. 


Pasan lentamente los segundos. El viejo del microcoche se está poniendo nervioso. Supongo que, llegada una edad, cada minuto cuenta.

Estruja el volante entre sus dedos, y revoluciona el motor de su aparato. Con estas premisas se rodaron la mayor parte de escenas de acción de 'The fast and the furious' pero aquí, en este rincón semirrural a las afueras de Compostela y con un microcoche de 10cv.  de potencia, el efecto no es el mismo. 

Por fin el coche de autoescuela se pone en movimiento, tímidamente. El microcoche lo imita, cinco metros más atrás. Pero no puede ser; La falta de pericia del alumno conductor se pone de manifiesto otra vez y, tras dos o tres sobresaltos, su montura verde fosforito se vuelve a calar, para desesperación de su maestro. Pero esto no echa atrás al anciano del microcoche. Decidido a adelantar, aprovecha la inercia que ya lleva su lavadora (por pequeña que ésta sea, la inercia quiero decir), pisa a fondo el acelerador y ,con un pequeño salto hacia adelante y un rápido volantazo, el microcoche rebasa al obstáculo y se pasa el STOP, haciendo frenar en seco a una furgoneta del DHL que pasaba por ahí. Pasado el primer instante de sorpresa, mía y sobre todo de la conductora de la furgoneta, decido seguir su estela. Meto primera, acelero a fondo y salgo disparado antes de que él alumno conductor y la repartidora tengan tiempo de volver a arrancar sus vehículos.

Giro a la izquierda tras el STOP, igual que el microcoche.  Tampoco es que lo vaya siguiendo, es simplemente que se ve que seguimos el mismo camino. Y no muchos metros ante mí, ahí está de nuevo. Vuelvo a pegarme a su cola, como haría Iceman, y veo por su retrovisor interior al viejo, riendo con unas carcajadas salvajes.

Ahora circulamos por una recta larga y despejada. Podría adelantarlo perfectamente, pero prefiero seguirlo con respeto. No tarda mucho en encenderse su intermitente derecho, y el microcoche se detiene lentamente al borde del asfalto, en una explanada de tierra que sirve de aparcamiento a (claro) una tasca. 

Paso a su lado con mi coche a ritmo de peatón y toco ligeramente la bocina. El viejo me mira sorprendido, pero se relaja cuando me ve saludarle con el pulgar de mi derecha en alto, y hasta me ofrece una amplia sonrisa. Por él retrovisor de mi coche le veo descender del suyo y depedirme con el puño izquierdo en alto y una sonora carcajada.


 Ojalá cuando me jubile mis días sigan llenos de triunfos como ése.













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