Narco X



En el módulo de enfermería, las cosas fueron rápido. Se presentó al funcionario, un cincuentón escuálido con un grueso bigote amarillo por el tabaco y unas gruesas ojeras violetas por la falta de sueño. Tenía un aspecto igual de malo o peor que cualquiera de los internos que pasaron a su lado, y de no ser por el uniforme, hubiera sido fácil confundirlo con uno de ellos.
 El funcionario encargado del departamento de enfermería le tomó la filiación, y le ordenó que pasara a una sala de espera. Poco después, un auxiliar de enfermería le hizo pasar a una consulta, donde una doctora le preguntó cuatro cosas referentes a su estado de salud, lo auscultó, hizo un par de anotaciones en su expediente, y lo despidió. Fuera, en la sala de espera, el interno ordenanza del módulo le acompañó hasta una celda en la que, dentro de un saco negro de plástico, encontró todas sus pertenencias. El ordenanza lo dejó sólo, y se acabó.

  Jaramillo pasó unos minutos revisando el contenido de la bolsa, no fuera a ser que faltase algo. Tuvo suerte. Luego, poniéndose en pie, echó una ojeada a su nueva celda. Lo primero que se notaba era la altura del techo, de casi cuatro metros. La enfermería se ubicaba en la planta baja del ala más antigua del Centro Penitenciario, que pasaba de largo de los cien años de edad. Una de las paredes, la que daba al exterior del edificio, se había dejado de piedra desnuda, y se podían ver los bloques de granito que la formaban, cada uno de más de una tonelada de peso. A una altura poco inferior a los dos metros, la pared empezaba a inclinarse hacia su interior, para formar el abocinamiento de un tragaluz enrejado de unos dos metros de lado.

 Jaramillo giró sobre sí mismo para recorrer toda la celda con la mirada, y dio un respingo. Al lado de su cama había otra y, sentado en el borde de ella, dándole la espalda, había otro interno. Jaramillo no lo había visto al entrar, porque una pequeña mampara que separaba ambos lechos se lo había impedido, pero ahora, al ver a su compañero, un escalofrío le recorrió la espalda.
 Había estado acompañado todo este tiempo, y no se había dado cuenta. 'Ese cabrón podía haberme matado, y ni lo habría visto venir', pensó. Lo que así, visto desde fuera, puede parecer cargar un poco las tintas pero, dadas las últimas experiencias de Jaramillo en prisión, entraba dentro del ámbito de lo posible. Además, que estés paranoico no quiere decir que no quieran atacarte realmente.
  El compañero de celda de Jaramillo, o al menos lo que se veía de él, era un jersey de lana con listas azules y grises, lleno de bolas de pelusa y tan sucio que quizá las líneas grises hubieran sido blancas en su origen. Lo coronaba una cabeza con largas greñas grises, tan sucias que quizá, también, hubieran sido blancas en algún momento. Jaramillo decidió hacer algo. Saludar, por ejemplo.

  - Hola.- El otro interno no se movió. Jaramillo lo intentó de nuevo, más alto.
  -HOLA.- Sin resultado. Jaramillo se acercó, no sin cierta aprensión. Lo mismo el tío estaba muerto... Con la racha que llevaba, no le extrañaría. Aunque también podría ser que eso no fuese una persona, sino solamente  un montón de ropa sucia esperando la colada. Este último pensamiento lo animó y, con un par de pasos más, se plantó delante del misterioso ocupante de la cama de al lado.

  Era una gárgola. Jaramillo nunca había visto una gárgola, porque las catedrales góticas no son algo que uno se encuentre en cada esquina allá, en Colombia. Pero de haber sabido lo que era una gárgola, Jaramillo  habría estado de acuerdo en el parecido de aquel interno con una. Su cara era gris, aunque quizá en el pasado hubiera sido blanca, y los surcos que la cruzaban, arrugas trazadas a escoplo, aparecían negros en su parte más profunda. Tenía los ojos abiertos,  sólo una ranura que impedía adivinar su color, y fijos en la blanca pared de enfrente. Jaramillo sintió como  su corazón se ponía del revés con el siguiente latido, al confirmarse sus peores temores. Si, aquel tío estaba muerto.

  Jaramillo se quedó mirando al cadáver. La impresión lo paralizó por completo... Y ahí, cuando se quedó completamente inmóvil, se dio cuenta. La gárgola respiraba, aunque de manera casi imperceptible. Todavía vivía. Jaramillo salió corriendo de la celda,  para buscar ayuda y para, simplemente, escapar de allí, y no paró hasta encontrar al ordenanza del módulo, que jugaba al parchís con otros tres internos.

   - Oye, ordenanza, ese señor que está en mi chabolo...- Balbuceó atropelladamente Jaramillo, poniéndose delante del ordenanza.
  - Me llamo Gerardo. ¿Que le pasa al Mahou?.- Respondió el ordenanza, un hombre de casi cincuenta años, bajo y de aspecto compacto. Habló sin levantar la vista del tablero. Por cada ficha comida había que poner un pitillo en el centro de la mesa, y el ganador de la partida se los llevaba todos. En la cárcel, las trampas al parchís han causado más peleas que el póquer en las pelis de vaqueros. No era cuestión de dejarse engañar.
  - Que no se mueve. Está así, con la vista fija, no reacciona...-
  - Pues lo de siempre. Lleva así seis meses.-  Contestó, metiendo el dado en su cubilete. Era su turno para jugar. Jaramillo estaba atónito.
    - Pero, ¿y como así?...- El ordenanza tiró el dado, y movió una de sus fichas cinco casillas antes de contestar.
  - ¿Como que 'cómo así'?¿Qué quieres decir?.-
  - Pues que cómo así... que qué le pasa, por qué no habla, ni se mueve.- El ordenanza resopló.         Gerardo era un asturiano paciente y tranquilo, a pesar de estar pagando dos homicidios.
  En la calle era feriante, toda la vida lo había sido, y su mujer y sus tres hijos seguían siéndolo fuera. Unos años atrás había invertido más de cien mil euros en una atracción nueva, una especie de noria que alcanzaba grandes velocidades y se ponía horizontal. Una inversión arriesgada, pero que había dado frutos rápidamente. Quizá demasiado.
  Al verano siguiente a la compra, en el primer día de las fiestas del Carmen de Cangas de Narcea, un par de feriantes propietarios de una atracción más vieja y con menos éxito se le acercaron y le propusieron que al día siguiente por la mañana desmontase su noria y se largase de allí. Así, sin rodeos, de forma directa y abierta. Tan abierta como las navajas que le pusieron, una en el vientre y otra en el cuello. Gerardo les dijo que sí, cómo no. Porque 'sí, cómo no' es siempre la respuesta correcta a cualquier propuesta que te haga alguien que empuña una navaja, y se marchó hacia su caravana.
  A la mañana siguiente, cuando sus dos competidores se acercaron por la campa a comprobar si la noria seguía allí, Gerardo les salió al encuentro y les hizo entrar a su caravana para hablar de un posible reparto de los beneficios de su atracción. En cuanto estuvieron dentro, sacó un revólver calibre 38 que había heredado de su padre, y con dos disparos a bocajarro solucionó el problema.
 Gerardo no corrió riesgos al no dejarles sacar sus navajas, y eso está bien. Pero entre eso, y que nadie había sido testigo de la extorsión de la noche anterior, bastante bien librado salió con un par de condenas por homicidio y no por asesinato.

  El caso es que, en el fondo, Gerardo no era un delincuente de carrera, sino un hombre de familia. Y ello, unido a los muchos años que había pasado de feria en feria aguantando a borrachos y mermados de todo tipo le habían convertido en el hombre idóneo para llevar la enfermería sin acabar volviéndose loco a su vez. Además, Jaramillo era de la edad de su hijo el mayor, y eso le hacía sentir una cierta simpatía hacia él.

 El ordenanza apoyó su cubilete en el medio del tablero, de manera que los otros tres jugadores entendieron que era el momento de un tiempo muerto, y los tres sin excepción aprovecharon para ponerse a fumar. Gerardo se echó hacia atrás en su silla, y miró a Jaramillo por primera vez desde que éste había entrado en la sala.

 - Mira, guaje, ya bastante suerte has tenido. El Mahou lleva así seis meses. Le dio nosequé en la cabeza, y desde entonces no habla, no se mueve y no hace nada. Come, duerme y caga, y se pasa el día sentado. Yes el mejor compañero de chabolo que hay, estate tranquilu.-

  Jaramillo volvió a su celda, pensativo. Dentro, el Mahou seguía en la misma postura en la que lo había dejado al salir, sentado en el borde de su cama, con sus pequeños ojos mirándolo sin verlo. En su frente y casi ocultas por las greñas grises que caían sobre ella, Jaramillo pudo ver tatuadas en tinta azul, cinco estrellas de cinco puntas. El ejecutor del tatuaje había mostrado bastante más voluntad que destreza, pero Jaramillo no pudo evitar pensar que, aunque hubiese sido  el mejor tatuador del mundo, llevar cinco estrellas grabadas en la frente es algo que nunca puede quedar bien.

  Aquella noche, tumbado en su cama, Jaramillo no podía dejar de pensar en algo. Una idea preocupante y que podía dar al traste con sus planes de conseguir el traslado a un hospital penitenciario.
  Finalmente, tras muchas vueltas en la cama, consiguió dormir, pero no sin antes recordarse a sí mismo que, al día siguiente, iba a tener unas palabras con Gerardo, el ordenanza.


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