Tremenda Torrija IV
Y ahí me había quedado yo, de encargado de la oficina de acceso. Por cachondo.
No es que me importase demasiado. La oficina de acceso, un sábado por la mañana, es un lugar tan aburrido como cualquier otro, dentro de del catálogo de opciones de ocio que un Centro Penitenciario mediano te puede ofrecer. No hay 'tele', eso es verdad. Pero tienes que estar atento a quien entra y sale del módulo, y eso lo compensa un poco. Te mantiene alerta. A veces.
La puerta de la dependencia se abrió de repente, y me despertó de sopetón. Me había quedado dormido, sin enterarme. Sentado. Al menos, pensé en un primer momento, llevaba puestas las gafas de sol. Lo mismo nadie se había dado cuenta. Crucé los dedos mentalmente antes de girarme, con la esperanza de que mi repentino visitante no fuese el Director o el Jefe de Servicios. Me dí la vuelta.
No era ninguno de los dos. Ojalá lo hubiera sido.
Era Martínez Alvero.
Entró batiendo palmas , con bastante menos fuerza que entusiasmo, y murmurando una especie de tonadilla ininteligible. Con las manos un poco más quietas y los ojos un pelín más cerrados, hubiera podido pasar por un sonámbulo. Era el efecto de la medicación. Lo que se estaba metiendo él en el cuerpo habría bastado para sedar para siempre (para SIEMPRE) a cinco tipos como y un par de manatíes. Así que bueno, si tenías esto en cuenta, pues aún estaba relativamente vivaz. Respiraba.
Pero, con todo y con eso, entrar 'cantando', y sin motivo, a una dependencia de seguridad no es algo que un interno pueda hacer a su libre albedrío. Martínez Alvero iba a su bola desde hacía semanas, un poco porque el mundo lo había hecho así y otro poco porque la mayor parte del tiempo en esa cabeza no había nadie al volante. Y todos los funcionarios, en mayor o menor medida, le dejábamos hacer. Porque no es bueno andar peleándose todos los días, porque eso es agotador y no iba a servir de nada. Pero todo tiene sus límites, y él acababa de cruzar uno de ellos.
Y no sólo cruzó el límite. También cruzó la estancia, se sentó en una silla, y cruzó también las piernas. Siguió canturreando, con los ojos vidriosos por la medicación y achinados para protegerlos del humo de la colilla que colgaba de su boca. Era el colmo. Y ya me iba a levantar para sacarlo de allí, cuando entró Pedro.
Pedro es otro compañero. Otro de esos a los que hay que darles de comer aparte. Cada vez hay más, o eso me parece a mí. También puede ser que la falta de concurso de traslados nos haga pasar demasiados años sin cambiar de destino, compartiendo el día a día con los mismos compañeros, y que eso nos haga conocernos mejor. O quizá es que son raros. Raros de cojones, como Jose, el friki de los cómics y el fútbol del que os hablé hace un poco. Unos misfits, que dirían en inglés. Gente que jamás podría trabajar de cara al público, porque nadie en su sano juicio entraría una segunda vez en un negocio atendido por ellos.
Pedro había nacido para delincuente. Su origen social y su barrio, entre otras circunstancias, parecían haber elegido para él ese camino. Pero por suerte, una madre empeñada en sacar a sus hijos de ese entorno le había hecho completar sus estudios. Lo de preparar luego esta oposición, como él me confesó un día, fue algo que hizo por no tentar a la suerte. Porque Pedro creía en el destino, y tenía la certeza de que el azar le tenía reservado, al igual que a sus amigos y a muchos de sus parientes, un lugar en la cárcel. Así que meterse a funcionario era la única forma que se le ocurrió de tener a la diosa Fortuna y a su madre contentas a la vez. Esto lo cree en serio, ojo. Ya os decía yo que por aquí hay gente muy rara.
El caso es que Pedro, viniendo de donde viene, tiene una cierta afinidad con los internos, y muchas veces se sienta a hablar con ellos, o a tocar la guitarra incluso, porque es un gran aficionado al flamenco. A veces de esas sesiones de conversación ha sacado informaciones interesantes. A veces simplemente consigue que a los demás nos duela la cabeza de escucharlo cantar. Más veces lo segundo que lo primero. Así que entró, y se sentó junto a Martínez Alvero, a acompañarlo a las palmas.
Estaba claro que ese sábado Pedro me iba a dar dolor de cabeza, porque lo que era seguro es que a Martínez Alvero no se le podía sacar ninguna información de utilidad.
No es que me importase demasiado. La oficina de acceso, un sábado por la mañana, es un lugar tan aburrido como cualquier otro, dentro de del catálogo de opciones de ocio que un Centro Penitenciario mediano te puede ofrecer. No hay 'tele', eso es verdad. Pero tienes que estar atento a quien entra y sale del módulo, y eso lo compensa un poco. Te mantiene alerta. A veces.
La puerta de la dependencia se abrió de repente, y me despertó de sopetón. Me había quedado dormido, sin enterarme. Sentado. Al menos, pensé en un primer momento, llevaba puestas las gafas de sol. Lo mismo nadie se había dado cuenta. Crucé los dedos mentalmente antes de girarme, con la esperanza de que mi repentino visitante no fuese el Director o el Jefe de Servicios. Me dí la vuelta.
No era ninguno de los dos. Ojalá lo hubiera sido.
Era Martínez Alvero.
Entró batiendo palmas , con bastante menos fuerza que entusiasmo, y murmurando una especie de tonadilla ininteligible. Con las manos un poco más quietas y los ojos un pelín más cerrados, hubiera podido pasar por un sonámbulo. Era el efecto de la medicación. Lo que se estaba metiendo él en el cuerpo habría bastado para sedar para siempre (para SIEMPRE) a cinco tipos como y un par de manatíes. Así que bueno, si tenías esto en cuenta, pues aún estaba relativamente vivaz. Respiraba.
Pero, con todo y con eso, entrar 'cantando', y sin motivo, a una dependencia de seguridad no es algo que un interno pueda hacer a su libre albedrío. Martínez Alvero iba a su bola desde hacía semanas, un poco porque el mundo lo había hecho así y otro poco porque la mayor parte del tiempo en esa cabeza no había nadie al volante. Y todos los funcionarios, en mayor o menor medida, le dejábamos hacer. Porque no es bueno andar peleándose todos los días, porque eso es agotador y no iba a servir de nada. Pero todo tiene sus límites, y él acababa de cruzar uno de ellos.
Y no sólo cruzó el límite. También cruzó la estancia, se sentó en una silla, y cruzó también las piernas. Siguió canturreando, con los ojos vidriosos por la medicación y achinados para protegerlos del humo de la colilla que colgaba de su boca. Era el colmo. Y ya me iba a levantar para sacarlo de allí, cuando entró Pedro.
Pedro es otro compañero. Otro de esos a los que hay que darles de comer aparte. Cada vez hay más, o eso me parece a mí. También puede ser que la falta de concurso de traslados nos haga pasar demasiados años sin cambiar de destino, compartiendo el día a día con los mismos compañeros, y que eso nos haga conocernos mejor. O quizá es que son raros. Raros de cojones, como Jose, el friki de los cómics y el fútbol del que os hablé hace un poco. Unos misfits, que dirían en inglés. Gente que jamás podría trabajar de cara al público, porque nadie en su sano juicio entraría una segunda vez en un negocio atendido por ellos.
Pedro había nacido para delincuente. Su origen social y su barrio, entre otras circunstancias, parecían haber elegido para él ese camino. Pero por suerte, una madre empeñada en sacar a sus hijos de ese entorno le había hecho completar sus estudios. Lo de preparar luego esta oposición, como él me confesó un día, fue algo que hizo por no tentar a la suerte. Porque Pedro creía en el destino, y tenía la certeza de que el azar le tenía reservado, al igual que a sus amigos y a muchos de sus parientes, un lugar en la cárcel. Así que meterse a funcionario era la única forma que se le ocurrió de tener a la diosa Fortuna y a su madre contentas a la vez. Esto lo cree en serio, ojo. Ya os decía yo que por aquí hay gente muy rara.
El caso es que Pedro, viniendo de donde viene, tiene una cierta afinidad con los internos, y muchas veces se sienta a hablar con ellos, o a tocar la guitarra incluso, porque es un gran aficionado al flamenco. A veces de esas sesiones de conversación ha sacado informaciones interesantes. A veces simplemente consigue que a los demás nos duela la cabeza de escucharlo cantar. Más veces lo segundo que lo primero. Así que entró, y se sentó junto a Martínez Alvero, a acompañarlo a las palmas.
Estaba claro que ese sábado Pedro me iba a dar dolor de cabeza, porque lo que era seguro es que a Martínez Alvero no se le podía sacar ninguna información de utilidad.
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