Grandes Planes. Tercera parte.



   El cambio de actitud vital de Cansado Demás no se limitó al ámbito laboral; Se apuntó también al gimnasio, y en sus ratos libres no era raro verlo tirando de mancuernas ante la mirada escéptica del interno encargado del mismo, que negaba en silencio con la cabeza entre cucharada y cucharada de creatina. Pero su escepticismo no duró mucho. Cansado se lo estaba tomando en serio, y en cuestión de semanas tiraba de proteínas en polvo con la misma soltura con la que hasta hacía nada se mezclaba los orfidales con el ColaCao. El cambio físico empezaba a hacerse notable, y la ropa ya le quedaba apretada. Cansado aprovechó algo del dinero ganado con lo de los ajos para encargarle al demandadero ropa nueva: Un chándal Adidas negro con líneas blancas, un gorro de lana negro, y unas zapatillas de lona, negras también, entre otras cosas. Recién duchado después del gimnasio, con su ropa nueva, y en plena forma, nuestro héroe era una persona completamente diferente a la que había ingresado hacía, en realidad, tan poco tiempo. Daba gusto verlo. Bueno, a mi no, a mi me daba un poco igual. Pero sí que es cierto que un día, tras entrevistarse con él, un psicólogo salió al patio tan cautivado por su progresión  que casi se lo lleva puesto un tráiler.

  Y, si, habéis leído bien. Un tráiler. Los que no trabajáis en la empresa tendréis una imagen del patio de una prisión formada por lo que habéis visto en la televisión: Un espacio más o menos cuadrado, más o menos grande, con muros de ladrillo o piedra (o de reja de gallinero si es una cárcel americana), en la que unos cuantos internos hacen pesas, se tatúan, y piensan de que manera podrán dejar caer el jabón en las duchas y que parezca algo casual. Y no estáis tan desencaminados, aunque hay que admitir que la existencia de los vis a vis le ha quitado a las duchas mucha vidilla. Pero esta cárcel no era normal.
  El primer día que entré al patio a currar, un interno se acercó a mí cargando sobre su hombro una horquilla. Una horquilla de las usadas para mover paja en el campo, no sé si me explico. Con cuatro dientes de treinta centímetros cada uno. Me quedé paralizado, y lo primero que se me pasó por la mente fue la imagen de ese mismo interno corriendo hacia mi, sujetando la horquilla por ambas manos por el final del mango, y clavándomela en el pecho para usarme - y usar la horquilla - como pértiga para saltar limpiamente el muro exterior. La imagen desapareció, el interno me saludó al pasar con un movimiento de cabeza, y yo me acerqué a un compañero a preguntarle si era normal que la población reclusa se pasease por el patio con armas potencialmente tan peligrosas. Después de oír el fruto de mis desvaríos (él lo llamó 'paja mental') alivió mi congoja con estas palabras: 
 - Mira, si alguno de estos quiere salir, no necesita saltar el puto muro. Lo puede romper con eso.- Y me señaló una esquina del recinto en la que un tractor EBRO de tracción total tiraba de un remolque cargado de utensilios.
- Pero el que conduce el tractor es un empleado externo.- Afirmé sin mucha convicción. Me estaba empezando a temer la respuesta, y mis temores eran fundados.
- Los cojones es un empleado. Es un interno, chaval. Aquí dentro sólo hay internos y funcionarios - continuó, con el mismo tono que el sargento de 'La chaqueta metálica'-, y a ese no le veo el uniforme-.

  Así que bueno, si te acostumbras a que los internos pueden conducir tractores de cinco toneladas, que pasen tráileres para cargar y descargar material a los talleres productivos lo ves hasta bien. Al menos los manejan conductores de la calle, y no internos.  Con el tiempo y con la frecuencia con la que pasaban, la verdad es que ya ni  diferenciabas uno de otro. Casi ni los veías. El único camión que destacaba un poco de los demás era, precisamente, el que era propiedad de la empresa de los ajos.
  Lo primero porque no era un tráiler, sino un enorme y viejo camión Pegaso  rígido, con cuatro ejes.
  Lo segundo, por el ruido que hacía y las bocanadas de humo negro que soltaba su escape con cada cambio de marchas.
  Y lo tercero, porque a pesar de que era el camión más duro de conducir de todos los que nos frecuentaban, era el único conducido por una mujer: Claudia Chófer.

 

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