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Narco III

El centro penitenciario que la Dirección General había elegido para que Jaramillo purgase su pena era uno de los más antiguos de España, y  lo parecía. Puede que aquel de la sierra de Madrid donde había pasado su tiempo de prisión preventiva no fuese bonito, que desde luego no lo era. Pero al menos era moderno, y los arquitectos que lo habían diseñado habían conseguido su objetivo. Era aséptico e impersonal. Aburrido y feo. Y a la vez, y quizá por los mismos motivos, resultaba poco intimidatorio. Pero claro, esa era una cárcel del siglo veintiuno. Si se hacía un esfuerzo para dejar de ver las rejas de las ventanas y las concertinas que bordeaban los tejados, casi parecía un enorme colegio.   Pero en el siglo veintiuno quizá se intente que las cárceles no parezcan cárceles. A finales del diecinueve, que era la época en la que se había proyectado aquel lugar al pie de la cordillera Cantábrica, los objetivos eran otros muy diferentes. Y aquello parecía una cárcel, vaya que si lo parecía

Narco II

  La 'cunda', el autobús sin ventanillas que la Guardia Civil utiliza para los traslados entre centros, llegó a la sierra de Madrid un lunes a media mañana. Jaramillo ya estaba prevenido desde hacía unos días, y esperaba en una celda del módulo de Ingresos y Salidas con su petate ya preparado. Finalmente, se abrió la puerta del chabolo, y la funcionaria de prisiones lo acompañó hasta una habitación al fondo de la gris galería de celdas, donde lo esperaba una pareja de Guardias Civiles con la cara de fastidio del que no cobra suficiente por su trabajo, y además ha tenido que madrugar. La funcionaria le tomó las huellas en el S.I.A., el sistema de identificación automatizada utilizado para llevar el registro de todos los que en España purgan sus penas en prisión, que al momento cambió el estado en su ficha de 'ingresado' a 'en tránsito'. Los guardias lo cachearon, le pusieron los grilletes al frente, porque el trayecto era largo, y lo metieron en el 'canguro&

Narco

  Jaramillo no llevaba mucho tiempo en aquella cárcel, pero ya se había dado cuenta de sobra de que no era sitio para él. Lo cual en el fondo, si lo piensas un poco, no es malo. Si la cárcel te parece un buen lugar donde pasar una temporada, es que el malo eres tu. Pero esta es la clase de filosofía barata  que ha hecho rico a un avispado escritor brasileño, y que en la vida real no tiene más aplicación que la de intentar aparentar profundidad de pensamiento en las redes sociales. En la cárcel, perseguir tus sueños de libertad sólo te puede llevar a dejarte los dientes contra un muro.   De hecho, Jaramillo había acabado en aquel establecimiento por perseguir sus sueños de libertad, ni más ni menos. Unos sueños tampoco demasiado ambiciosos, los que cualquier chaval de veinte años, como él, tiene en cualquier esquina del mundo. Comprarse una moto. Montar un pequeño negocio con el que ganarse la vida. Pagarle un aborto a su novia. Cosas sencillas, sueños sencillos. Pero cuando has nac

Tremenda Torrija V

  Pedro cogió una silla de oficina, de esas con ruedas, y la situó estratégicamente a la mitad exacta de la línea que nos separaba a Martínez Alvero y a mi. A modo de barrera natural, sabéis. No fuese que a nuestro administrado le diese por hacer una locura y saltase a por mí o, más probable, que mi tolerancia al flamenco mal cantado llegase a su límite y yo saltase a por él. Muy poca gente sabe poner una buena cara de póquer, esto es así, y a pesar de mis esfuerzos que yo suponía exitosos, a Pedro le habían sobrado 59 segundos del primer minuto que pasó en la oficina de acceso para darse cuenta de que no me había hecho ni puta gracia que entrase con el interno allí.   El cantar de Martínez Alvero se fue amortiguando y volviendo cada vez más ininteligible, hasta quedar convertido en un monótono zumbido, como el volar de un insecto. Dejó poco a poco de batir palmas, sus brazos cayeron inertes a ambos lados de su cuerpo, y así, al ritmo perezoso y lánguido al que los drogadictos caen e

Tremenda Torrija IV

 Y ahí me había quedado yo, de encargado de la oficina de acceso. Por cachondo.  No es que me importase demasiado. La oficina de acceso, un sábado por la mañana, es un lugar tan aburrido como cualquier otro, dentro de del catálogo de opciones de ocio que un Centro Penitenciario mediano te puede ofrecer. No hay 'tele', eso es verdad. Pero tienes que estar atento a quien entra y sale del módulo, y eso lo compensa un poco. Te mantiene alerta. A veces.   La puerta de la dependencia se abrió de repente, y me despertó de sopetón. Me había quedado dormido, sin enterarme. Sentado. Al menos, pensé en un primer momento, llevaba puestas las gafas de sol. Lo mismo nadie se había dado cuenta. Crucé los dedos mentalmente antes de girarme, con la esperanza de que mi repentino visitante no fuese el Director o el Jefe de Servicios. Me dí la vuelta.   No era ninguno de los dos. Ojalá lo hubiera sido.   Era Martínez Alvero.   Entró batiendo palmas , con bastante menos fuerza que entusiasm

Intermedio

Era sábado, y en principio la cosa no podía pintar mejor. Tenía destino de recintero, que quiere decir que estás encargado de facilitar el acceso a la prisión a los vehículos que vienen del exterior (en colaboración estrecha con la Guardia Civil) y controlar sus movimientos una vez dentro de la misma (eso ya tú solo). Entre semana hay bastante trabajo, eso es verdad. Pero el fin de semana estar de recintero quiere decir que vas a estar toda la mañana intentando combatir el aburrimiento, porque ningún vehículo va a intentar entrar o salir de la cárcel si no es una emergencia. Y que el resto de compañeros te van a utilizar como comodín, para que los releves de vez en cuando  y se puedan escaquear a tomar un café. Ni mas ni menos.  Las once de la mañana me encontraron en el acceso del módulo 8. Tomando un café con Jacobo, el Jefe de Cocina, que también se estaba escabullendo un ratito de sus tareas. Y hablando de aviones, que es una afición que tenemos en común. Pasando el rato.  C

Tremenda torrija III

No me equivocaba con lo de Martínez Alvero, y me volví a cruzar con él mucho antes de lo que esperaba. El día siguiente a nuestro primer contacto, me tocó servicio en cocina. En cocina el funcionario no es que tenga mucho que hacer, porque el grueso del trabajo es tarea de los internos que están destinados allí. Y de vigilar que no la caguen y acaben quemando las lentejas se encarga un Jefe de Cocina, que es personal laboral. Vamos, un tipo de la calle que viene a currar allí.  La misión principal del funcionario de cocina es controlar la caja de cuchillos, que por sorprendente que pueda parecer es una caja llena de cuchillos. Una caja blindada, eso sí, de la que sólo yo tengo la llave, y en la que hay adherido un listado de todos los elementos susceptibles de hacer pupa que se almacenan en su interior. Y de paso, ya que estás ahí, si también vigilas que los internos de cocina no se apuñalen entre ellos mientras cortan los puerros para el cocido, pues entonces ya vas para nota.  

Tremenda Torrija II

  Me situé frente a la puerta de la celda ocho y metí la anticuada llave de celdas en el ojo de la cerradura. Me dispuse a descorrer el cerrojo... Y creo que este es el momento apropiado para un briconsejo.   Sé que hay lectores que se están preparando la oposición de acceso al cuerpo, así que creo que esto que voy a contar les puede ser de utilidad: Mucho cuidado al abrir la puerta de una celda. Mucho cuidado siempre, pero en especial si nos han pedido desde dentro que les abramos, o si hemos oído ruidos sospechosos en el interior (golpes, gritos...). Podemos encontrarnos con internos muy alterados que empiecen a repartir golpes a voleo, o simplemente que, en el momento en el que noten que la puerta está abierta, la empujen con todas sus fuerzas y te partan la cara. Sí, en serio. Pueden haber fingido una pelea, o un ataque de algún tipo, puede ser una trampa. Pueden ir a por ti.  Para evitar este riesgo, cada uno tiene su método. Hay quien abre la puerta y da un rápido paso hacia

Tremenda torrija

  A veces, a los internos se los sanciona. Porque en prisión tenemos un régimen disciplinario, y hay determinadas actitudes que se consideran faltas, y cometer una de esas faltas (y que te pillemos) conlleva una sanción.   Hay sanciones duras, como puede ser pasarte una quincena en una celda de aislamiento en solitario, saliendo al patio unas pocas horas al día en solitario también y sin nada que hacer en tu celda aparte de leer un libro, si sabes leer, que no suele ser el caso. O fumar, como fumaba Sara Montiel mientras esperaba el regreso de su amor. O masturbarte, claro, que eso está al alcance de todos. Bueno, casi todos, porque recuerdo a un Kazajo (no sé si os hablé ya de él) que en un arrebato de éxtasis religioso, o para evitar la deportación, se cortó su propio pene en el aeropuerto de Peinador. Supongo que lo hizo sin pensar en las consecuencias, porque si le llega a dar un par de vueltas al tema se hubiera dado cuenta de que un año de cárcel sin poder hacerte pajas es como

Shrek II

  La llamada era de Jefatura de Servicios, y desde allí una voz cargada de autoridad requería mi presencia. No se dignó a explicar para qué antes de colgar.  Tampoco reconocí la voz, pero eso no tenía nada de raro, porque sólo llevaba trabajando en aquel Centro unos pocos días. Agradecí la oportunidad de ausentarme de mi despacho durante unos minutos. Lo cierto es que entre lo aburrido de la conversación y mi esfuerzo en mantener la mirada baja para no ser sorprendido pasmado ante el escote de María del Mar, ya había estado a punto de quedarme dormido un par de veces. Así que me levanté, murmuré una disculpa, y salí de la estancia, no sin antes aprovechar mi nueva y privilegiada posición para echar desde arriba un último vistazo a los encantos de la Trabajadora Social.   Abandoné el departamento y emprendí el corto camino hacia Jefatura de Servicios. Me preguntaba quién estaría de guardia aquel día, y con qué tipo de demanda me iba a sorprender. Las posibilidades jugaban en mi contra

Shrek

 No importaba cuántas veces pensara en ello, no lograba entenderlo. Ella estaba sentada ante mí, sin parar de hablar, y yo no le quitaba los ojos de encima, a ver si a fuerza de mirarla penetraba su superficie y encontraba el imperdonable defecto que se ocultaba en su interior. Porque debía haberlo, tenía que estar ahí, y no encontrar la respuesta hacía que una pregunta trivial se convirtiese en un absorbente enigma.  Porque la pregunta, y la situación, eran de lo más anodino. Ella era María del Mar, la Trabajadora Social de aquel Centro Penitenciario no mayor que una pequeña escuela, y se encontraba sentada ante la mesa del que era mi despacho aquella mañana. Yo era en aquel entonces un funcionario novato y recién llegado, pero desempeñaba ya funciones de Encargado de Departamento, o jefe de módulo si lo queréis ver así. Es lo que tienen los sitios a los que nadie quiere ir destinado, que permiten unos ascensos meteóricos, y a aquel Centro Penitenciario dejado de la mano de dios nad

Ola de calor II

 Raúl se puso en pie, por enésima vez, pero en esta ocasión giró a la izquierda, hacia la puerta de nuestra cabina, y la abrió. Los cuarenta y pico grados de temperatura del aire exterior le golpearon en la cara, y hasta yo mismo pude sentir la oleada de calor. Igual que cuando abres un horno para comprobar si el asado está listo. Raúl achinó los ojos, se puso las gafas de sol, y salió, cerrando la puerta tras de sí.   Desde la cabina le vi atravesar con determinación el patio de cemento hasta la pared que estaba justo frente a nosotros, a algo más de treinta metros. Allí, en esa pared, una ventana enrejada hacía las veces de ventanilla de despacho del economato. Pude ver a Raúl golpeando la portezuela metálica que la cerraba. Nadie abrió y, pasados unos instantes, Raúl giró sobre sus talones para dar media vuelta y volver la cabina de funcionarios. A mitad de camino, sin embargo, pareció dudar, y acabó por dirigir sus pasos hacia donde Mari tomaba el sol, tumbado en su toalla.  No

Ola de Calor

 Raúl no podía quedarse quieto. Se sentaba, aguantaba diez segundos, se volvía a levantar. Caminaba hasta el fondo de la cabina de vigilancia. Se detenía ante la puerta que daba acceso al campo de fútbol de la prisión, y volvía otra vez hasta su silla. Estaba muy nervioso, y me estaba empezando a poner nervioso a mí, su compañero aquel día en la vigilancia del módulo cinco.  Procuré concentrarme en la lectura del periódico, a ver si así evitaba alterarme yo también, pero no era posible. El 'ABC' me estaba cabreando más aún, lo cual es algo bastante habitual. Así que decidí darle a Raúl algo de conversación, un poco de charla amable, a ver si así distendíamos el ambiente.  -¿Y a tí qué cojones te pasa?- Pregunté tan pronto se sentó a mi lado por enésima vez.  - Que estoy dejando de fumar.- Me respondió, con los ojos fijos en el patio. - Y estoy que no cago.-  Eso saltaba a la vista, pensé. Raúl se volvió a levantar, caminó los seis metros que había hasta el fondo de la ha

El profesional II

 Miré a mi alrededor. Los internos parecían a punto de empezar una pelea multitudinaria, pero eso era más apariencia que realidad. En cuanto entré, los gritos y los ánimos habían calmado bastante, y se habían hecho un tenso silencio. Todos me miraban, expectantes. Y un interno a mi derecha se dirigió a mí, mientras señalaba con desprecio a Ercilla.   - Señor funcionario, llévese a este tío, que la está liando sin venir a cuento.-  Miré a Ercilla a los ojos. Respiraba entrecortadamente, y su pecho subía y bajaba haciendo que el banco que aún sujetaba por encima de su cabeza, que por cierto debía pesar no menos de treinta kilos, amenazara con caerse en cualquier momento. Lo primero era lo primero.  - Ercilla, suelta el banco. Por favor.- Ercilla me miró, no sé si con sorpresa o simplemente saliendo de su estupor. No dijo nada.   - Ercilla,- repetí con voz un poco más firme -suelta el banco. Ercilla abrió la boca para decir algo, pero no le dejé. -Dime lo que quieras, pero baja prime

El profesional

 Trabajar por las mañanas en el acceso de un módulo es como dirigir un circo de tres pistas, pero los viernes lo es un poquito menos. Todos los días, y desde primera hora de la mañana, tienes que controlar el reparto de medicación, tienes que controlar escrupulosamente quien entra y sale a las mil y una actividades que se desarrollan en la jornada, tienes que llamar por megafonía para dar notificaciones a internos que, por pura ley de Murphy, son los siempre están hartos de pastillas durmiendo en la sala de televisión, de forma que los tienes que llamar diez veces antes de que reaccionen.   Todo ello mientras atiendes sus quejas, por supuesto, y no te pierdes detalle de lo que pasa en el patio por si hay bofetones. Porque si un día, en tu patio, a alguien lo cosen a puñaladas, al inspector no le va a servir como excusa que tú le estuvieses sellando una instancia de 'coitus interruptus' a un fulano mientras con el rabillo del ojo controlabas que no le faltasen al respeto a la