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Hotelito III

   El interno, o quizá debería decir el aspirante a interno - que ya son ganas de aspirar a algo- se explayó en su relato. La semana le había cundido, era de justicia reconocerlo, y sin llegar a haber cometido ningún delito (o sí, pero se cuidó mucho de contarlo) había hecho más en siete días de vorágine que lo que muchos hacen en una vida de contención. O incluso en una vida de moderados excesos.   A pesar de llevar un tiempo conviviendo con el mundo de las drogas, aquella mañana conocí la existencia de un par de sustancias alteradoras de la percepción que me eran completamente ajenas, y otros dos o tres usos nuevos para otras que ya conocía. También descubrí un par de prácticas sexuales aberrantes que no me habría importado seguir ignorando, y una que me hizo bastante gracia. Pero este no es el momento de compartir ninguna de ellas. Quizá nunca lo sea.  Jorge seguía sentado ante él, asintiendo impávido con la cabeza sin parecer prestar atención como lo haría un psicoanalista barato

Hotelito II

  En la oficina de Jefatura Jorge, el Jefe de Servicios de guardia aquel sábado, mascaba con desgana un bocado de fiambre de pavo mientras miraba el tarro de queso 0% con el que lo estaba acompañando. La dieta estaba acabando con sus kilos y con su ánimo de vivir al mismo tiempo, y por una vez, quizá la primera en su vida, no le molestó que el teléfono interrumpiera su almuerzo.  Me escuchó, me dijo que salía en cinco minutos a hacerse cargo del problema, y colgó. Luego volvió a contemplar los manjares que el doctor Dukan había tenido a bien permitirle consumir, y no tardó en decidirse. A tomar por culo el almuerzo. Hizo un par de llamadas telefónicas, guardó la comida -'Si es que a esto se le puede llamar comida', pensó- en la neverita del despacho, y salió a puerta.   Abrí la puerta electrónica de acceso a la cabina de rastrillo pulsando el botón correspondiente, y Jorge entró en el habitáculo. Fue al grano.            - Bueno, ¿que pasa aquí?.-            - Pues que

Hotelito I

  Era fin de semana, y yo tenía servicio en la puerta principal.    La puerta principal suele ser, seamos francos, un coñazo. Tienes que abrir a todo el que entra y quiere pasar al interior, claro. Pero también a los que quieren pasar a oficinas. Y a los que salen de oficinas y pasan a interior. O salen a tomar un café a media mañana, que es donde cobra su sentido la parte de 'funcionario' en lo de 'funcionario de prisiones'. Pero no es sólo darle al botón de apertura, en plan 'jornada de puertas abiertas'. A toda esa gente la tienes que identificar, que en realidad es para lo que estás ahí.    A muchos ya los conoces, porque son tus compañeros. Pero a otros no, porque son proveedores, o gente que viene temporalmente a impartir cursillos. O son compañeros a los que no conoces, que también puede pasar. Yo, que soy funcionario del servicio interior, a la mitad  de los de oficinas no los he visto en mi vida. Y los funcionarios de oficinas son muy suyos, y a vece

Maltrato Psicológico II

Raúl hizo una pausa, para añadir dramatismo a la cosa, y lo soltó:  - Maltrato psicológico.- Me dejó mudo (ja,ja). La verdad es que... Bueno, que era uno de las últimos delitos que tenía en mi lista. El maltrato psicológico no es algo que se castigue habitualmente, aunque solo sea porque no es fácil de demostrar. No he coincidido con demasiados condenados por ello. Y desde luego, este tipo no me daba el perfil. Miré hacia donde estaba la última vez, pero aparté la vista de inmediato. Seguía ahí, exactamente en la misma postura. Mirándome fijamente.  Orienté mi cuerpo hacia el de Raúl, en parte porque era con él con quien estaba hablando, y en parte también para intentar no pensar en que el interno, el maltratador psicológico, me estaba mirando. No pude, sentía sus ojos clavados en mi espalda como si pesaran.  - ¿Maltrato psicológico? No me jodas...  - O sea, ya me sorprendía que aquel tipo, Harpo, hubiera sido capaz de encontrar una persona dispuesta a compartir su vida, de enveje

Maltrato psicológico

    Eran ya casi las doce de la mañana, y el sol pegaba de lleno contra el cristal de la cabina de funcionarios. Por suerte, unos años atrás, un compañero se había hecho con unos rollos de vinilo para tintar cristales.  En principio era para tunear coches, pero lo del  'tuning' estaba de capa caída, coincidiendo con la crisis del sector de la construcción. Ya no había hordas de Yerais  levantando muros a destajo y dispuestos a gastarse el salario en maquear el A3 para impresionar a la Yenni o la Yurena de turno, y el taller mecánico del polígono industrial cercano al Centro Penitenciario estaba deseando deshacerse de un material al que cada vez le veía menos salida. Así que un compañero, uno al que nunca se lo podremos agradecer bastante, tuvo la iniciativa de comprar todos aquellos metros de vinilo por su cuenta, y convenció al subdirector de seguridad de instalarlos en los cristales de nuestras cabinas.  Al principio, no lo voy a negar, se veían raras. Desde fuera, es de

Sin vicio no puedo estar

  El verano había tardado en llegar, pero se diría que lo que había estado haciendo era coger impulso para quedarse más tiempo. Yo tenía la esperanza de que, al volver de vacaciones, lo peor del calor ya habría pasado. Y que no tendría que sudar la gota gorda cacheando sucias celdas mal ventiladas, ni que dar vueltas en la cama buscando que la tenue brisa que se pudiese colar por la ventana  de mi habitación  me secase el cuerpo. Esperaba en vano, claro.  Porque las cárceles nuevas se construyen en sitios donde el terreno vale poco o nada. Lugares donde hace mucho frío, o mucho calor. O ambas cosas. O que quedan en el quinto pino.  Y esta es una cárcel nueva, y en este secarral donde está situada hace mucho calor en verano y mucho frío en invierno. Y queda en el quinto pino. Y como en este terreno yermo no se dan bien ni las piedras, a la SGIP le salió muy barato comprarlo y construir este centro. Y si eso supone mandar a los funcionarios a algo que casi se podría considerar el de

Tráfico interno. Epílogo

................................................................................................................................................................... EPÍLOGO Mas o menos a la misma hora a la que Vanessa  y yo teníamos nuestra charla, alrededor de las cinco y media, sonó la sirena que anunciaba la bajada a al patio de los internos.  Aquella tarde, y casi todas las tardes, uno de los primeros en bajar fue Mari*. Mari se encargaba, entre otras cosas, de la limpieza de duchas y lavabos, y en cuanto pisó el hormigón compactado que hacía las veces de suelo en el patio, puso rumbo a la oficina de acceso del módulo, el 'rastrillo'. Allí solicitó de doña Ana, la funcionaria de acceso, las llaves de las duchas, no sin remarcar lo guapa que estaba y preguntar de qué marca era la sombra de ojos de tono tostado que se había puesto aquella tarde.  Con las llaves en su poder, entró en las duchas y abrió la taquilla metálica  donde se guardaba el material de limpieza d

Tráfico Interno VI

  Dejé los siete euros del menú encima de la mesa y salí hacia Jefatura. No tardé ni medio minuto en convencer a Jorge y a Alex, otro funcionario al que encontramos en el 'hall' principal de la prisión, de que me acompañasen corriendo al módulo cinco. Allí, en el rastrillo de entrada al mismo, nos encontramos a Ana, la compañera encargada de manejar la doble compuerta de acceso y, a la vez, de vigilar el patio.  - ¿Donde está Rubirrosa?- preguntó Jorge sin saludar, con la respiración agitada por la carrera.  - Buenas tardes lo primero.- Le espetó Ana, muy digna. De un tiempo a esta parte, la figura del Jefe de Servicios ya no despierta tanto respeto entre el personal de guardia  como antes. Jorge prefirió ignorar la pulla, y permaneció en silencio. Ana continuó por fin. - Acaba de entrar en la ducha no hace ni cinco minutos.- Y señaló hacia la puerta de las mismas, al fondo del patio, en la esquina derecha del mismo. A lado, encima de un pequeño banco, estaba su petate v

Tráfico interno V

 Con todas estas historias, casi se había hecho la hora de comer. Los funcionarios con destino aquel día en los diferentes módulos efectuaron el recuento de las dos y media de la tarde y, tras entregar parte por escrito del mismo al Jefe de Servicios, como ordena el reglamento, se dispusieron a salir a la cafetería del Centro Penitenciario a ver qué ofrecían en el menú del día.  Me asomé una vez más a Jefatura, a preguntar a Jorge si me acompañaba a comer. Jorge murmuró entre dientes algo de que ya había comido un sándwich, y nosequé historia de que un Jefe de Servicios debe permanecer en su puesto por si hay alguna incidencia y tal y cual. Lo cierto es que yo sabía tan bien como cualquiera con oídos en la prisión que su endocrino lo había puesto a régimen estricto y lo que me estaba soltando era un rollo que no se creía ni él, así que lo dejé allí hablando  solo y me uní al grupo de funcionarios que, en aquel momento, ya estaban cruzando el recinto de seguridad camino del exterior d

Tráfico interno IV

La puerta de la Jefatura de Servicios estaba abierta, así que entré sin llamar. Sentado en su despacho, Jorge almorzaba un sandwich de pavo. Saqué el vibrador de la bolsa en la que había tenido la precaución de esconderlo, y lo posé ante él, en su mesa. Vertical y magnífico, erguido sobre su base.  Jorge abrió un poco los ojos, en un gesto de contenida sorpresa, y me miró en silencio, mientras daba un bocado a su almuerzo y comenzaba a masticar. - ¿Que hacemos con ésto, Jefe?.- Pregunté directamente. Jorge siguió masticando despacio, mientras observaba la 'herramienta' con aire pensativo. Finalmente, tragó el bocado de pan y pavo. - Nada, espero. Al menos así en frío. Pero si empiezas con un besito...- Y me miró burlón. No pude evitar reírme. La verdad es que mi pregunta no había sido la más adecuada. Moví una de las sillas del despacho y me senté ante él. - Bueno, lo que quería preguntarte es si esto es un objeto prohibido.- Jorge posó su sándwich sobre una servilleta

Tráfico interno III

  Serafín, el funcionario encargado de los ingresos, recibió a Rubirrosa en cuanto éste cruzó la puerta de entrada de la prisión. Siguiendo en procedimiento habitual, le tomó las huellas con el fin de identificarlo, y le solicitó que dejase todos los objetos prohibidos en el interior del Centro (móvil, dinero, joyas, pero también su documentación y sus llaves) en un sobre grande que se encargó de guardar. Después, lo hizo pasar a una habitación reservada, donde lo sometió a un cacheo con desnudo integral que, como era de esperar, no arrojó resultado alguno. Y, por último, lo acompañó hasta la 'culera', situada en el módulo de aislamiento de la prisión. Allí, puso a Rubirrosa bajo la tutela de Alejandro, el funcionario responsable del departamento aquel día, y regresó al departamento de ingresos.  Para entonces, Vanessa y yo ya nos habíamos puesto manos a la obra con el cacheo.  Rubirrosa había regresado de permiso con dos bultos. Uno era una pequeña mochila, que entregué a

Tráfico Interno II

   Y Montenegro, aquel domingo, poco después del desayuno, cantó. No nos contó toda la historia, claro, porque en aquel momento nosotros ignorábamos que él era el segundo en discordia, y que lo que pretendía era deshacerse de su rival. Montenegro nos contó una historia en la que había, como en todas las buenas historias, un poco de verdad y un poco de mentira.   La mentira era que nos contaba ésto porque no quería que, en un cacheo de la celda que compartía con Rubirrosa, nos encontrásemos con un alijo y tuviera que comerse el marrón él. Y las verdades, que Rubirrosa iba a pasar material. Que había escogido regresar de permiso un domingo de manera intencionada, y no cualquier domingo, sino ese domingo en concreto.  Porque ese domingo, nos aclaró Montenegro, en la capital, que estaba a menos de una hora en coche, había un partido de fútbol de esos de máximo riesgo. Y Rubirrosa (y Montenegro, y cualquier interno en el Centro Penitenciario capaz de distinguir su culo de un vespino) s

Tráfico interno

  Aquel domingo, porque era un domingo, y eso es importante, porque si no hubiera sido un domingo nos hubiéramos ahorrado todo lo que pasó después, me tocó cachear. Me acompañó Vanessa, y no porque realmente hubiese mucho que cachear, sino porque Vanessa era una joven funcionaria en prácticas y Jorge, el jefe de Servicios de guardia aquel domingo, decidió que era un buen momento para que un veterano como era yo le enseñase los dos o tres trucos del oficio. Los que que diferencian un cacheo competente de simplemente alborotar un petate. Porque era domingo, entre otras cosas, y había poco trabajo en la prisión y el Jefe podía permitirse el lujo de poner a dos funcionarios a hacer el trabajo de uno sólo.   Y realmente no había mucho que cachear, pero era importante hacerlo, y hacerlo bien. O al menos que pareciese que lo habíamos hecho bien. Aquel domingo sólo regresaba un interno de permiso, porque los internos intentan conseguir que sus permisos acaben los lunes para disfrutar así d

Rabia II

  El interno dejó de balancearse un momento, y el ruido de fricción que acompañaba sus movimientos se detuvo con él. Empezaba a hacer calor.   Dejó en el suelo un trozo de plástico blanco que sujetaba en su mano izquierda, y se sacó la chaqueta de chándal. Una chaqueta de un célebre colegio católico de Madrid, de talla infantil, que le había proporcionado la administración del Centro Penitenciario con la colaboración de una ONG. Como se hacía y se hace con todos los internos insolventes.  Volvió a ponerse en cuclillas y recogió la pieza de plástico blanco que había dejado hacía un instante. Apoyó uno de sus extremos contra el cemento abrasivo del suelo, como se apoyaría una espátula contra una superficie a raspar, y comenzó a mecerse de nuevo. El ruido de rozamiento se reanudó también, monótono. Con cada movimiento el mango de escobilla del retrete, pues eso es lo que era, se iba limando y puliendo, hasta convertirse en un estilete de más de veinticinco centímetros de largo.  La

Rabia

 Sólo, en una esquina del patio vacío, un interno en cuclillas se balanceaba ritmicamente a los acordes de una música que sólo sonaba en su cabeza. Con la cabeza enterrada entre sus rodillas, ocultando su cara, su ropa deportiva y su pequeña estatura podían llevar a creer que estábamos frente a un niño tímido. Pero no era un niño, porque jamás un niño se había paseado por entre los muros de aquel Centro Penitenciario. Tampoco era tímido.  Se llamaba José Tenorio, y era de Puertollano, Ciudad Real. Él mismo lo anunciaba con orgullo a cualquiera que le prestase oído, como si ser de Puertollano, Ciudad Real, o de cualquier otra parte, fuese en sí mismo algo de lo que sentirse orgulloso. Aunque quizá, también, más que de orgullo fuese una cuestión de nostalgia. Después de cumplir los catorce años, que celebró entrando en un reformatorio, José Tenorio había pisado Puertollano en muy contadas ocasiones, y el mencionar con tanta frecuencia de donde era tal vez fuese para él una manera d