Tremenda Torrija V
Pedro cogió una silla de oficina, de esas con ruedas, y la situó estratégicamente a la mitad exacta de la línea que nos separaba a Martínez Alvero y a mi. A modo de barrera natural, sabéis. No fuese que a nuestro administrado le diese por hacer una locura y saltase a por mí o, más probable, que mi tolerancia al flamenco mal cantado llegase a su límite y yo saltase a por él. Muy poca gente sabe poner una buena cara de póquer, esto es así, y a pesar de mis esfuerzos que yo suponía exitosos, a Pedro le habían sobrado 59 segundos del primer minuto que pasó en la oficina de acceso para darse cuenta de que no me había hecho ni puta gracia que entrase con el interno allí. El cantar de Martínez Alvero se fue amortiguando y volviendo cada vez más ininteligible, hasta quedar convertido en un monótono zumbido, como el volar de un insecto. Dejó poco a poco de batir palmas, sus brazos cayeron inertes a ambos lados de su cuerpo, y así, al ritmo perezoso y lánguido al que los drogadictos caen e